Panteres (Èrika Sánchez)

Cuerpos jóvenes y adultos, delgados y gordos, con sus cicatrices, lunares o marcas. Los planos que inician el metraje de Panteres (Èrika Sánchez, 2020) establecen un vínculo temático entre la adolescente que interpreta Laia Capdevila y la dialéctica con su físico a través de su reflejo en el espejo, la perspectiva sobre las usuarias de unas duchas compartidas y la presentación de la cercana relación de las adolescentes protagonistas de la película, Joana y Nina (Rimé Kopoború). La dimensión personal, la social y la individual están presentes de forma consistente mientras se utiliza un pequeño conflicto a priori anecdótico para subrayar el mensaje más superficial, derivado del relato de la película, con claridad. Un dibujo —que actúa como apropiación ajena de la sexualidad en descubrimiento, de unos cuerpos cambiantes y una personalidad en plena formación— supone también un elemento de violencia simbólica. ¿Cómo combatirla? La cámara en mano de la directora captura la espontaneidad de las jóvenes, sus preocupaciones e intereses de mayor o menor frivolidad, así como la ambivalencia de la naturaleza de su afecto. De todo ello se deduce orgánicamente un discurso que alcanza resonancias políticas sobre la diversidad de las mujeres y su construcción social a través de lo estético, lo emocional, lo cultural y lo material.

En el corto emergen distintas cuestiones —tomando cierta distancia, como la misma Joana—, sobre los cuerpos, sus dinámicas y su significado en las escenas que lo componen: siempre con atención al detalle en los gestos, el maquillaje, la ropa y la actitud mediatizados por la performatividad de una identidad adquirida por socialización e influencia externa, pero también por el propio anhelo personal de expresión del ser individual. Al igual que los cambios constantes con el tiempo, voluntarios o forzosos, que son determinantes. ¿Qué ha cambiado desde que nacemos? pregunta una mujer a las asistentes a una reunión de apoyo. Muchas cosas. Por eso aparecen aquí referenciados procesos como la menstruación o las consecuencias de los trastornos de la alimentación. Se filtran como elemento cotidiano las presiones de las redes sociales y el entorno sobre la imagen. Joana y Nina crean su intimidad y además escogen cuando compartirla con otros, asumiendo o no las posibles consecuencias de la exposición fuera de ella. Sus personalidades se definen visualmente desde la observación delicada y minuciosa de Èrika Sánchez sobre ellas. Por ejemplo, con la despreocupada forma de bailar y cantar de la primera o el silencio y la mayor introversión de la segunda, que puede no sentirse tan cómoda con algunos aspectos de su anatomía o su desarrollo.

Cambia la percepción de las cosas, como dice una de las chicas de la reunión. Cada historia personal define una experiencia única que transcurre en el tiempo hacia un desconocido abismo. El entorno social viene ahora con las repercusiones de la hiperactividad de las redes, que pueden amplificar el rechazo o usarse como instrumento, como arma de defensa y contraataque, para componerse y resignificarse frente al otro exactamente igual que cuando una de estas chicas se prepara para salir a la calle o elige su ropa… en cómo se presenta ante el mundo. Del manejo de las actrices en escena y la desaparición del mínimo rastro de artificio surge este tratamiento de sus cuerpos ante la cámara, que expresa formalmente sus distintas y reconocibles connotaciones en función de los espacios en los que existen y cómo cambian también para los demás. Derivado de esto surge un interrogante en el propio filme que contrasta en su final este mundo físico, lo virtual y simbólico, lo aparente y la realidad que encapsula con unas poses que desafían la idea preconcebida de autenticidad —de esa línea inexistente entre nuestra esencia y cómo la transmitimos—, de lo que somos y lo que pretendemos ser, que se sublima con la estética radicalmente contemporánea de una fotografía de Instagram.

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