No creas que voy a gritar (Frank Beauvais)

Ne croyez surtout pas que je hurle (2019) es el título con el que Frank Beauvais, autor que lleva desde 2005 coqueteando con el audiovisual —siempre desde el cortometraje, combinando el cine-ensayo ínitimo con obras de marcado calado experimental, al menos en lo que se refiere a su montaje—, se estrena en el mundo del largo. Y, en cierta manera, supone una suerte de hibridación conceptual del conjunto de su obra, proponiendo en esta ocasión una fagocitación fílmica que le permita ahondar en el cuestionamiento existencial al que se ve abocado Beauvais durante unos 6 meses allá por el 2016 —recordemos que es la época del terror en Francia, pocos meses después del fatídico atentado en Bataclan—.

Beauvais, que se había mudado a Alsacia por motivos sentimentales, se encuentra solo después de la ruptura amorosa, en un pueblo alejado del mundanal ruido. Esta situación le empuja a poner en orden sus derivas existencialistas y a navegar lo más lejos posible de ellas. ¿La solución? Su insaciable cinefilia (o ‹cine-folie›como la describe él mismo en uno de los pasajes del film-diario). Los seis meses de encierro voluntario del cineasta se traducen en el visionado de unas 400 películas, que le servirán como soporte visual para construir formalmente su documental.

El monólogo textual que acompaña a las imágenes y, por tanto, la voz discursiva del film, no es en absoluto nueva, ni siquiera si echamos la vista atrás en la filmografía francesa. Autores como Resnais, Marker o Queysanne ya habían reflexionado sobre el poder evocador de la imagen y su utilidad para la construcción de discursos críticos o filosóficos. En este caso, sin embargo, Beauvais se vale de su experiencia personal e íntima y de su interminable selección de títulos para montar, con fragmentos de apenas 5 o 10 segundos, un largometraje de 75 minutos, que le sirve para respaldar en imágenes sus reflexiones vitales y, cómo no, su pasión por el cine.

El resultado es una maravilla documental, exquisitamente montada, que nos sumerge en la vorágine apasionada y al mismo tiempo mortecina de su protagonista. Su voz (en off) firme, su dicción excelente y el texto totalmente deudor del universo literario —ya hemos mencionado los nada disimulados paralelismos con la voz en off de otra película francesa magistral, L’homme qui dort— participan del exceso, del agobio violento, de la rutina penosa a la que se ve sometida Beauvais tras su ruptura sentimental. Su misantropía crónica, sin embargo, le permite en raras ocasiones tener contacto con otras personas, como unos amigos cineastas o con la presencia de su padre, figura con la que apenas ha tenido contacto durante toda su vida y de la que prefiere alejarse.

Pero su relación paterno-filial —con la que, perdonadme porque es la última vez que lo hago, también pueden encontrarse paralelismos en la no menos maravillosa y autobiográfica My Winnipeg del canadiense Guy Maddin— es solo uno más de los pretextos reflexivos del film para, en una escala mayor, explorar las posibilidades narrativas del ‹footage›. Quizá la propuesta de Beauvais no tiene la entidad y redondez de otras grandes obras que se han adentrado en bretes de similar calado, pero sin duda saciará la sed de los espectadores ávidos de enfrentarse a un cine diferente, combativo, que no teme en vampirizar en imágenes la sangre de cuatrocientos filmes y cedérnosla. Un ejercicio de fagocitación y cinefília que le salvó la vida (y quién sabe, quizá también a alguno de nosotros).

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