Las inocentes (Anne Fontaine)

Uno de los mayores horrores que dejó la Segunda Guerra Mundial lejos de las líneas de batalla estuvo representado por las múltiples violaciones a las mujeres de los territorios ocupados o liberados. Polonia fue uno de los países que más presenció esta clase de crímenes, especialmente cuando el Ejército Rojo traspasó sus fronteras camino del aniquilamiento de la Alemania nazi. Cifras a un lado, en esta epidemia de ataques sexuales ni siquiera permanecían a salvo aquellas monjas que pasaban sus días en un convento.

La historia real de unas monjas violadas por las tropas soviéticas es narrada por la cineasta Anne Fontaine en Las inocentes, una película ambientada en verano de 1945, exactamente nueve meses después de las violaciones. Muchas de estas víctimas pagaron doblemente las consecuencias del crimen, ya que quedaron embarazadas. Mathilde, médica francesa de la Cruz Roja, será quien asista a las monjas en el parto al tiempo que observa el difícil dilema de estas mujeres a la hora de compaginar el fruto de una terrible experiencia con una profunda fe religiosa.

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Más allá del heroísmo que Fontaine pretende inculcar en la protagonista del film, Las inocentes dedica buena parte de su metraje a contar cómo las monjas afrontan de manera distinta esta difícil situación. La madre superiora tiene claro que la fe debe prevalecer sobre cualquier asunto, mientras que diversas hermanas, como la que acude en busca de Mathilde, no están por la labor de quedarse sentadas esperando a que Dios lo resuelva todo. La película tiene como fondo, pues, una vieja historia entre el conservadurismo de los que tienen el control y aquellos que desean un cambio.

Sin pretensión de redundar en la losa moral pasada y presente que tienen que afrontar las monjas, Fontaine opta por centrar su objetivo en un mensaje con tintes esperanzadores acerca del futuro de estas mujeres y sus nuevos hijos. Para ello, la directora utiliza al personaje de Mathilde como una especie de reflejo femenino con características no tan diferentes a las que observamos en las religiosas, pese a que su preferencia por la ciencia y sus raíces comunistas al principio pudieran indicar lo contrario. La protagonista lleva a cabo un ejercicio de fe mayor que el de las propias monjas, una circunstancia que se apreciará de manera aun más clarividente tras la escena más angustiosa de la película.

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El mayor problema de Las inocentes no está por tanto en su base, más o menos acertada pero indudablemente loable, sino en cómo traslada al espectador la parte emocional del film. A ratos aséptica, otras veces dramática, la cinta no termina de definir su personalidad cinematográfica, resultando en un conjunto de buenas secuencias sin un claro patrón. El desenlace es una clara expresión de esta circunstancia, ya que pretende resaltar una emotividad que minutos atrás se perdió en otras reflexiones. Ni siquiera Lou de Laâge, quien sigue el buen rumbo actoral demostrado en la sublime Respire, puede remediar esta pérdida de empatía.

Lo gélido es lo que termina cosechando un mejor efecto en Las inocentes. Desde el punto de vista de ambientación, narración e interpretaciones, cuando Fontaine huye de lo emotivo y nos invita a contemplar su obra desde una perspectiva más alejada —cosa que sucede durante la primera mitad de película— es cuando el film alcanza su pleno sentido en lo visual. Es posible que, de haber seguido esta línea, Las inocentes hubiera encontrado un terreno en el que expresar más certeramente una historia que por desgracia se podría contar en muchas guerras. Lo que al final queda es un trabajo confuso en su guión y estilo, de fácil visionado a pesar de sus defectos pero con escasa fuerza dramática para impactar en los que estamos al otro lado de la pantalla.

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