Jeanne du Barry (Maïwenn)

El vacío de la época más pomposa de Francia en los alrededores de Versalles. Parece un capricho actual aferrarse al relato de algún gran personaje histórico para reinterpretar su obra y milagros. Algunos consiguen cierta elocuente reflexión sobre sí mismos a través de estos personajes, pero en otras ocasiones no pasa de la banalidad de recrear alguna época pretérita por el simple gusto de lucirse reproduciendo sin riesgos una posible línea temporal. Por desgracia, Maïwenn se ha decantado por esta segunda opción en Jeanne du Barry, cuando su carrera (como directora) está plagada de historias de amor complejas que saben jugar con la emotividad y la rabia, sin dejar de lado por ello la realidad social —no podemos dejar de lado la existencia de películas como Mi amor—.

Tal vez hipnotizada por los excesos de la aristocracia palaciega, tal vez sea por su gusto por la narrativa, lo cierto es que desde sus inicios estamos ante un cuento de hadas sin moraleja, una mezcla de CenicientaPretty Woman para resaltar a una mujer con una personalidad arrebatadora, algo que se puede intuir pero no visualizar en este poco recatado retrato de Madame du Barry, la favorita del Rey.

En Jeanne du Barry una voz en off se inmiscuye en todos los terrenos que pisa su protagonista, desde niña hasta su decadente final, algo que compagina con escenarios interminables que nos introducen a esta muchacha que está dispuesta a alimentar su curiosidad más allá de su condición de clase. El problema llega cuando nos damos cuenta que su curiosidad no pasa de representar a una mujer agarrada a un libro, y esos magnánimos planos no tienen mayor expresividad que la edificación de su entorno, donde abundan paisajes o en su ausencia paredes y decorados donde minúsculas personas vagan sin pretensión. Pese a la clara intención de Maïwenn de representar a una mujer quizá adelantada a su tiempo en términos de empoderamiento, el peso de interpretar y dirigir la película consiguen que sus ideales se queden en la superficie.

Pero sí, Maïwenn se reserva para ella sola todo el protagonismo, el de Jeanne es un personaje rico en matices, para quien se desarrollan los mejores planos, la exaltación de su naturaleza y alegremente, un espacio también para su propia oscuridad. Jeanne es imperfecta y se agradece que no se oculte esa cualidad en todo momento, pero el excesivo interés en su persona convierte a la nutrida variedad de personas que la rodean en meros peones, incluido un rey Luis XV que interpreta Johnny Depp, que pareciera inspirado por la publicidad de Dior, en una versión donde resaltar sus defectos y la dejadez de un hombre de vuelta de todo que se fascina por aquella mujer que le supone un reto. Un clásico en los amoríos de realeza. Es difícil que con esas marcadas personalidades consiga surgir la chispa en la cámara más allá del capricho de la directora a la hora de elegir a sus intérpretes, de hecho no hay llamas ni rescoldos, solo una unión vistosa y hermanada en favor del avance del film. Este es en ocasiones divertido, algo canalla y siempre rebuscado, y en ese sentido estamos ante una propuesta común y entretenida, que no acaba de despegarse de una perezosa producción sin más apoyo que lo rocambolesco de su aspecto visual.

Jeanne acaba devorada por los arquetipos del cine de época, donde en muchas ocasiones interesa más la reproducción de un estilo de vida que nadie va a corroborar, un vestuario rico en detalles y unos escenarios impactantes, pero aquí se echa en falta el riesgo —que se intenta a partir del humor pero no llega a calar— o unos personajes que realmente invadan el espacio con su presencia. Como no sucede, tenemos una película que nace de la polémica y que convierte una personalidad interesante, de esas que forman parte de la cara B de la Historia en otro artilugio amigo de la banalidad.

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