Jaione Camborda… a examen

Durante cuatro días en julio tiene lugar cada año en Sabucedo (Pontevedra) la ‹Rapa das bestas›. Cientos de caballos viven libremente en más de una docena de manadas. Durante la celebración se recogen los caballos, se conducen a los curros y se separan a los potros del resto de animales para cortarles las crines, curarles heridas y marcarlos. Esta tradición es la que registró con su cámara en Super 8mm Jaione Camborda en Rapa das bestas (2017). Con el blanco y negro y su textura de naturaleza inequívocamente matérica, la directora sigue todos los detalles de esta fiesta alrededor de una especie de iniciación colectivizada de los animales jóvenes. Una iniciación que también se traslada a las nuevas generaciones simbólicamente al agarrar los niños por primera vez uno de los ejemplares. Esta fuerte presencia de la tradición como acto cultural performativo social y simbólico vincula este cortometraje con el trabajo de otra directora como Elena López Riera, que explora estos temas en filmes como Los que desean (2018) o Las vísceras (2016). Pero mientras López Riera se interesa por los mecanismos y los gestos de transmisión en sí mismos, Camborda extiende su interés al mundo invisible que trasciende el ritual.

Con su mirada, la directora construye una percepción que va más allá de las imágenes, que interroga la realidad sobre ellas, a través de sus composiciones visuales, de lo que no muestran y de lo que se esconde en el fuera de campo. Una idea que elaboraba también en su primer largometraje, Arima (2019), rodado en Super 16mm. La dimensión espectral tanto de la imagen como de la realidad asociada a ella es una de la características más reconocibles de estas dos películas —de cómo se configura lo simbólico a partir de relaciones externas a lo que percibimos del mundo mediante nuestros sentidos—. En el caso de Rapa das bestas, a través de la mezcla de sonido y la fragmentación, los planos de los caballos siendo inmovilizados, el humo surgiendo de la quemadura de la marca con el hierro incandescente, los hombres persiguiendo a las bestias, rodeados por ellas mientras un nutrido grupo de espectadores son testigos de todas las evoluciones, evocan el origen atávico de esta celebración, subrayando el aparente anacronismo de sus acciones e intentando desentrañar su auténtico significado en el proceso de un espectáculo que parece existir fuera del tiempo.

La idea de dominación de la naturaleza que subyace se expresa a través de la estructura narrativa del filme. Primero se muestran a los caballos tranquilos y libres pastando en libertad. De repente esa tranquilidad es interrumpida por la aparición del hombre, conduciéndolos a galope a los corrales, rodeados de una multitud expectante. Los animales no tienen escapatoria y los planos de sus ojos, mientras están a merced de los hombres que los inmovilizan, provocan una profunda inquietud, poniendo el foco en los caballos en contraposición al punto de vista antropocéntrico de la festividad. La imposible aprehensión de la realidad para las bestias supone en verdad un reflejo de la que nosotros como espectadores y seres en el mundo somos víctimas. Lo simbólico y estructurado del marcado de los animales y su rapa es un vano intento, una ilusión de control, una simulación que concluye al dejar sueltos de nuevo a los animales en su territorio. En Rapa das bestas se perfila este retrato de cómo a través de la naturaleza y de su conquista intentamos darle sentido a la experiencia humana. Como tal, se depende de la aportación indescifrable del mundo natural y sus vínculos telúricos con lo desconocido. Todo para poder alcanzar cierto nivel de comprensión de nuestra realidad, repitiendo periódicamente estos rituales, que actúan como conjuros de la realidad física que nos rodea. Una realidad que desafía también la aprehensión directa con cualquier método digital o analógico que utilicemos para intentarlo.

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