Harmony Korine… a examen (II)

Julien Donkey-Boy (1999) es una película que estará siempre en parte condicionada por su contexto. Y es que no es un film en absoluto novedoso, pues Harmony Korine ya se había ganado a la crítica con su debut en el largometraje Gummo. Se le añaden factores curiosos como haberse estrenado en un único cine en EE.UU. (lo cual significa culto instantáneo) y ser la primera película no europea adscrita al movimiento ‹Dogma 95›, creado por los daneses Lars von Trier y Thomas Vinterberg.

De nuevo, Korine emprende un rabioso viaje dispuesto a mostrarnos la América más profunda. Rabioso no por su denuncia (probablemente inexistente) ni por lo que se muestra: son las formas las que contienen la rabia juvenil de Korine, que por aquel entonces contaba con 26 años. Hay rabia en el guión deslavazado (ya visto en Gummo) que construye una gran manta mediante retazos que se superponen y a la vez dejan agujeros que el espectador, ya bastante aturdido, deberá rellenar. Rabioso es su montaje y sobre todo su fotografía, con tal cantidad de grano que uno teme que la ficción se cuele por esos orificios de salida para atraparnos.

Lo que se muestra es (y esto es importante) a personajes altamente anormales… en su vida cotidiana. Julien (el actor escocés Ewen Bremner, que apareció en la adaptación cinematográfica del conjunto de relatos de Irvine Welsh Acid House) es un esquizofrénico no tratado que vive con una familia altamente disfuncional, en la que Chloë Sevigny interpreta a su hermana embarazada (probablemente por él mismo) y su demente, surrealista y tiránico padre es… Werner Herzog. Herzog, según se dice, quedó tan impresionado por Gummo y su ya icónica (dentro del cine marginal) escena de la bañera que se prestó rápidamente a participar en el siguiente proyecto de Korine. Y de hecho, repitió más tarde en Mister Lonely. Él brinda varios de los muchos momentos en los que el espectador, ante lo que se le muestra, no sabe muy bien si debe reír, inquietarse o echarse a llorar.

Porque, repito, Korine no habla de disminuidos psíquicos o físicos (tenemos a un hombre sin brazos que toca la batería manejando las baquetas con los pies) que emprenden una aventura que les enseñará una valiosa lección de la vida. Korine quiere mostrar un día a día sumido en el puro caos (del que ya sabemos que Herzog es fan) que Julien cita en un poema: caos por la mañana, caos al mediodía, caos por la tarde, caos eterno. Korine coloca su cámara (en mano, claro) en esos puntos donde se supone que no queremos mirar, pero que muchos miraremos fascinados en esta película, que no deja de ser una repetición de la “fórmula Gummo”. Pero al espectador en busca de emociones fuertes esto no le disgusta especialmente, porque ante la escasez no hay por qué arreglar algo que ya funciona.

Sobre la cinta se ciernen varios fantasmas: uno de ellos es la ya citada repetición de forma, tan radical que parece que deba ser usar usada una vez y desechada para siempre. Otro de estos fantasmas es el de la provocación gratuita (y su consecuente destape de una falta de mensaje o más bien fondo): ¿De qué habla Korine? ¿Está mostrando por mostrar? ¿Un negro albino rapero? ¿Era fundamental para el desarrollo dramático de la pieza?

Es difícil saber y tampoco es necesaria la especulación. Esta película es lo que es… sea lo que sea. Lo que es sin duda es inquietante, provocadora, rabiosa y una emoción fuerte. Y a muchos nos basta con eso.

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