Háblame (Danny Philippou, Michael Philippou)

Esta vez, el terror nos agarra de la mano. A nosotros, porque los adolescentes aquí implicados son quienes voluntariamente se aferran a ella como un estímulo festivo sin precedentes. Háblame es hija pródiga del cine de género actual y de estos tiempos en los que fagocitar películas (o series, o vídeos chorras a través del móvil) sin grandes motivaciones es un ejercicio común. Lo bueno es que sabe mantener cierto resplandor en la retina cuando ya ha finalizado.

Es cierto que estamos ante una nueva oferta de terror ‹aussie›, algo que en esta casa se respeta —y mucho—, pero es que una vez más se nos demuestra que dos neófitos en esto de la gran pantalla como los hermanos Philippou, expertos en la magia de Youtube, en un medio de consumo furtivo que necesita de vez en cuando de excesos para llamar la atención a su público, pueden sobreponerse a la efervescencia y conseguir una película potente como la que nos ofrecen aquí. Será cuestión de genética oceánica o de un proyecto que nace con grandes apoyos ya desde sus inicios, el caso es que han sabido aprovechar su gran oportunidad.

Teniendo en cuenta que sus directores son dos jóvenes que han creado su mundo cámara en mano, parece casi necesario que desde un inicio los móviles, esos que son capaces de documentar y extrapolar absolutamente todo, sin importar lo nocivo o peligroso que sea, formen parte del elenco. La huella digital se une a la fiesta desde una primera escena que nos propone un antes ya con tintes de fatalidad dentro de los excesos, puesto que nos venden esa mano esotérica como una alegoría con las drogas y sus viajes universales, los buenos y los muy muy malos. La película funciona recreando esa idea de historia pasajera que se sobrepone a sus personajes principales, con un posible antes o después que poco importa si se llega a desarrollar, así que parece que sumergirse en la diversión pura y dura y el bajón posterior es una necesidad. Drogas, a todos nos queda claro lo del enganche con un simple visionado del trailer. Pero no es necesariamente un elemento subrayado, sino un puente para jugar con la escena: la diversión es creíble, incluso te permites introducirte en ella, bailar alrededor de ese contacto con el más allá para que, en el punto álgido, se pueda quebrar esa distensión de golpe y cambiar por completo el camino del relato. La oscuridad toma partido, aún así el logro realmente es que, a estas alturas, la jarana que monta un grupo de gente joven resulte creíble cuando es necesario.

Ayuda, y mucho, darle un bagaje a sus personajes para que no sean otros estúpidos adolescentes a los que te da igual lo que les pase. Mia es una cuidada y meditada elección, ofreciéndole ese trauma, ese requerimiento de adrenalina para equilibrar sus altibajos emocionales, una puerta más que abierta para todo tipo de incursiones sobrenaturales. Parece necesario hablar de referentes anteriores, es muy sencillo encontrar algunas de las películas más cañeras del cine de terror reciente en sus escenas, pero saben encontrar un equilibrio entre universos para que no se sienta como una copia más, son conceptos adaptados a un relato propio, un aprovechamiento de recursos que sabe romper la inocencia de estos jóvenes para siempre.

Porque es algo importante en su desarrollo ese salto generacional diferenciado en la forma en que comprenden la situación vivida entre adultos y adolescentes. Ya que los Philippou han difuminado la separación entre vivos y muertos, sí distancian consecuentemente a hijos y a padres —y con cierto sentido aferrándose a familias monoparentales por diferentes motivos—, tanto físicamente como en el modo en que conciben este “secreto”, como si la conexión con el más allá fuese también algo como la fantasía a la que uno se acoge de niño y que de adulto olvida. Los jóvenes están solos frente a ese problema que ellos mismos han generado, y se relacionan ajenamente a la responsabilidad que deben alcanzar.

Luego está la acción. La mano y sus leyendas da para una saga propia, una inteligente renovación de la ya desgastada ‹ouija›, un aliciente para pensar en juegos de niños y desatar furias pesadillescas. Junto a la novedad está lo clásico, ese típico error de invitar a “los otros” a pasar el rato. Háblame no se reboza en efectos absurdos, no existe el abuso sonoro ni el susto gratuito más llamativo que la elevación de golpes para que resulten, quizás, más dolorosos, y no se sientan simplemente exagerados. Somos conscientes de su imposibilidad y aún así hacen que te retuerzas en el asiento. También hay mucha delicadeza, la necesidad de intimar con los personajes nos ofrece una visión de su realidad cercana, dando permiso a los realizadores para elaborar escenas imaginativas que van de la relajación a la pura exaltación en segundos —y me remito, por qué no, al videoclip que dirigió Spike Jonze para Let Forever Be de The Chemical Brothers, fantasía oscura a plena luz del día que juega con verticales y horizontales a demanda de la narración—. Por supuesto, caemos en lo de siempre, el anuncio con neones de un posible desenlace antes de lo necesario en un final más barroco y desfasado que no desmerece el conjunto. De todos modos, que se manejen entre obviedades no implica que la película esté destinada a ser una más, porque sabe agarrar durante un buen rato con fuerza al espectador.

Háblame no es la #quintaesenciadelterroractual, pero como ávidos consumidores del género sentimos la necesidad de pontificar al recién llegado, como si nuestra comunidad se estuviese quedando sin ídolos a los que venerar. La propuesta de Michael y Danny Philippou tiene los suficientes estímulos como para que a los primeros en catarla se nos vayan las manos y consigamos ensalzar hasta el hastío la experiencia. No es un error, pero tampoco es un requisito el llevarnos la película por delante: hay ideas, diversión y una nota sostenida de tensión que la convierte en tremendamente disfrutable, pero también es imperfecta, una deliciosa golosina que momentáneamente saboreamos hasta su extinción en nuestra boca. Un poco como el planteamiento que surge de ella: pónganme su vitalidad en vena, y luego —ya si eso— dejamos pasar el efecto.

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