Frontera (Manuel Pérez)

Construir un tributo sobre una de las obras de teatro capitales de tendencia jurídico-social y asegurarse, además, de establecer unos códigos y recursos extracinematográficos que caractericen su individualidad es uno de los tótems que solo unos pocos realizadores buscan a la hora de conferir identidad y significación particular a su película.

La excelsa obra de Reginald Rose 12 hombres sin piedad ha tenido, a lo largo de su historia, multitud de representaciones directas o indirectas. En todas ellas, se observaba una náusea compartida a la hora de plasmar la tensión de los valores que más se entronizaban en la susodicha: la moralidad del deber cívico, las disputas entre los hombres y sus contradictorios pareceres, la justicia personal y poética frente a la justicia institucional.

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A mi juicio, las representaciones indirectas de los grandes libretos teatrales o literarios, si caen en buenas manos, suelen ser las más estimulantes. Una adaptación fiel y literal de lo ajeno siempre conlleva un ejercicio de plasmación, no de transformación. Y es en este segundo fenómeno donde una película puede elevarse sustentándose en la experimentación y en el riesgo de nuevas y originales apuestas formales que conformen su contrapunto artístico.

Frontera, el largometraje de Manuel  Pérez, cae sobre la balanza de estas últimas y presenta un amplio catálogo de estilemas tan arriesgados como efectivos que, sustentándose en la base germinal del texto de Rose, se reafirman en su evolución a la hora de alcanzar el tan ansiado como satisfactorio ejercicio de identidad personal e individualizada. Si bien el soviético Nikita Mikhalkov apostó en 12 por saturar al relato de todo tipo de filigranas y vanguardismos narrativos, estéticos y procedimentales, que bien en última instancia suponían una cansina merma más que una virtud, Frontera apuesta por la habilidosa, a la par que contraproducente, búsqueda de la verdad y honestidad orgánica y seminal situando el eje de la acción en una cárcel real, a través de un reparto compuesto, en su mayoría, por presos reales que sostienen su condena.

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Este inusual punto de partida, contra todo pronóstico, se revela como uno de los platos fuertes del devenir de los acontecimientos, pues tanto actores profesionales como no profesionales forman un grupo sólido, cohesionado y fastuoso a la hora de transmitir las graves y elevadas emociones que la línea de base teatral presenta como activo constante. Este sustento ejerce una resonancia sobre los valores que el guión de Carles Vidal y el propio Manuel Pérez acierta a plasmar: la indistinción entre jueces y verdugos, entre buenos y malos, ante una situación de inesperada reclusión, en contra de la voluntad, que coarta toda nuestra libertad.

Con este fronterizo análisis antropológico en carne viva, sale a relucir el estudio de caracteres de los protagonistas, todos ellos logradamente contrastados, maduros, confusos y diferentes, encabezados por el impresionante trabajo del actor-recluso Christian Dolz, una de las grandes revelaciones que nos brinda esta película. Mención anecdótica cabe y merece ser puntualizada, pues dicho actor fue galardonado por el jurado de unos de los festivales que acogieron la película, que trataron de investigar, en vano, qué películas anteriores había protagonizado. Ciertamente, la sensación de vacío es emocionante y apabullante.

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La dirección de Manuel Pérez traza ecos con la original de Lumet pero adaptada consecuentemente a los recursos de realización postmodernos: un estilo seco, nervioso, incisivo pero no puntillista, recuperando el sentir claustrofóbico y el miedo original de aquellos doce hombres sudorosos que no veían el momento de salir de aquella pequeña sala. Todo ello narrado con una intachable solvencia, sin recurrir a atajos narrativos precipitados ni giros finales que desvirtúen su propuesta, finalmente, sólida de principio a fin.

Una película que utiliza, de forma insólita en su concepción y género, el enigmático recurso de la elipsis, de forma constante, para bombear la sangre de su propuesta. En este sentido, gran parte del relato está construido fuera de campo, tras el telón. Susurrado, sugerido pero no mostrado, al igual que la condena de cada uno de los presos, tanto en la película como en su rutina diaria. La elipsis actúa aquí como el sentido más poético de la vida: a veces, lo más importante, o lo que nos incita mayor curiosidad, es aquello que se decide no pronunciar.

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