Fear and Loathing in Sitges: unos apuntes sobre Sitges 2023

Permítanme la frivolidad, pero me apetece empezar haciendo una declaración casi de principios antes de pasar a realidades que bajo mi punto de vista no son tan agradables. Sitges (el festival, no el pueblo) es mi lugar feliz, mi refugio, el sitio que año tras año me permite respirar. Son 365 días de espera para alcanzar ese oasis, esa especie de ‹Shangri-La› de lo cinematográfico donde se puede desconectar de las vicisitudes cotidianas y vivir una vida, soñada, una vida que sería la ideal en la película ficcional de mi vida. Por eso, lo digo cada año tras cada edición: que el año siguiente voy a volver lo saben hasta en el Timor Oriental. Y este año no es la excepción.

Pero la felicidad, las vivencias y lo que se comparte no pueden ser solo la base. Por más que el ambiente lleve a la felicidad no puede ser que se esté convirtiendo en casi lo primordial y que lo cinematográfico se convierta en algo anecdótico y hasta casi secundario. Sí, cada año digo que volveré, pero también se está repitiendo en demasía hacer la broma de que todo está muy bien pero si viera alguna peli decente no estaría mal. Y es que, por desgracia, esta ha sido la peor edición, en lo cinematográfico, que puedo recodar.

Sería injusto, no obstante manifestar esto y no ponerlo en situación. En realidad, que la calidad general de las películas este año haya estado muy por debajo de lo que espero del festival no se puede analizar como un fenómeno puntual. Al fin y al cabo hay varios factores (de los que hablaremos a continuación) que pueden influir. Lo verdaderamente preocupante está en el hecho de que esto sea una tendencia ya observada en los últimos años, fundamentalmente tras la pandemia.

Es evidente que, en primer lugar, y ahí si que no hay culpa o responsabilidad del festival, está el factor “cosecha” del año y el calendario. Entendámonos, hay años peores y años mejores en cuanto a lo que el mercado puede ofrecer, si a ello añadimos que películas que podrían ser claramente nicho del festival como Talk To Me o incluso Posesión infernal: El despertar (Evil Dead Rise) se estrenaron previamente, dejas una programación algo huérfana de grandes títulos y, por tanto, a que la selección pueda desvelar alguna sorpresa inesperada. Cosa que, por desgracia, ha aparecido en cuentagotas.

Otro de los factores está en el modelo. Ya no tanto del festival (aunque vendría bien algo de aire fresco) sino de la propia industria. Seamos claros, la irrupción de las plataformas está copando el género. Algo que se puede entender por su propio sistema de producción y, a priori, por el tipo de público que ellos creen que se dirigen. Hemos vuelto a un estado donde el fantástico, el terror, parece tener unas líneas muy marcadas. O bien estamos ante ‹reboots›, secuelas o sagas que, con mayor o menor acierto (fácil pensar a cuáles me refiero), van dirigidas aun público más generalista, o bien se inclinan por una audiencia llamémosla más intelectual, más Noves Visions, más A24 y que, aunque tiene apuestas acertadas, también acaban por ser fórmulas repetitivas, incluso en lo estético, que aportan pocas sorpresas cuando no directamente se pasan de frenada en lo pretencioso.

Y en medio de todo ello queda el género por el simple amor el género. Esos filmes de pura diversión que han sido canibalizados por unas plataformas que ofrecen las posibilidad de rodarlas (bien), pero que acaban conformando un conglomerado de producción cadena donde lo importa es la cantidad y no la calidad. En definitiva, títulos abundantes pero cortados por el mismo patrón de mediocridad que tiene estos últimos años un estandarte claro en los Shudder Original.

Y es que efectivamente muchas de estas producciones acaban por copar la programación, en una sucesión de desastres fílmicos que ni tan siquiera son rescatables a través de la redención por la proyección de ideas locas (Tiger Stripes sería la excepción en esta edición). De hecho que una película correcta como Cuando la maldad acecha sea la ganadora de la edición nos indica el panorama de la situación. Y con ello también ayuda a comprender o a justificar otros dos fenómenos que se están repitiendo en los últimos tiempos: la de las películas desubicadas y la de los ya famosos “amics” del festival, sobre todo en el terreno de la cinematografía nacional.

Respecto a la desubicación: esto no es nuevo, ya en anteriores ediciones se proyectaron (grandes) títulos que no encajaban, por así decirlo, en la filosofía del fantástico. Así a bote pronto puedo recordar La juventud de Sorrentino por citar una, pero que no dejaba de ser casi un complemento de excelencia dentro de un panorama genérico excitante. Sin embargo que en esta edición las mejores películas hayan sido cintas como Robot Dreams, que aún podría tener cierta cabida por ser de animación y su temática o, fundamentalmente La sociedad de la nieve, da que pensar.

La película de Bayona, más allá de su alto valor cinematográfico (en mi opinión), casi es paradigmático del estado actual de las cosas en el festival. Un producto de plataforma, que se lanza a través de festivales, que sirve de pretexto para dar un premio (que sea merecido o no ya va a gustos) a su director y de paso para generar una retroalimentación entre industria y festival en el fenómeno “amics” del festival. Cierto que en el caso del director barcelonés esto sirve más para dar cierto prestigio al festival y no tanto a un director que ya no necesita de estas plataformas de lanzamiento.

Pero observamos con asombro como esto se repite en menor escala con Paco Plaza o con Álex de la Iglesia con sus respectivas series o films. Por no hablar del caso de Carlota Pereda con La ermita (del que ya hemos hablado en su reseña). Parece que el festival ha entrado en una deriva consistente en poner a Plaza en años impares a Balagueró en los pares, a Pereda cuando saque película y Álex de la Iglesia casi como si estuviera en el jardín de su casa. Una relación casi de co-dependencia entre industria española y Festival de Sitges que acaba por descartar la idea de la selección por calidad en favor de la inclusión por nombre “afiliado a”.

Esta es pues la tendencia que detectamos y que no tiene visos de cambio, y más cuando cada año parece que el motivo de orgullo sea el batir récord de entradas vendidas. Obviamente es un festival y no una ONG, obviamente la venta de entradas, el sustento económico es importante. Pero la sensación es que la idea es la de convertir el festival en una simple marca, un nombre que vende más allá de lo que ofrece. Una tendencia que puede acabar por expulsar a los fieles de la vieja escuela. Puede ser. Veremos pues si esto se confirma. La próxima edición estaremos ahí para confirmarlo o desmentirlo.

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