El ataúd de cristal (Haritz Zubillaga)

Hay dos elementos que resultan destacables en El ataúd de cristal, debut del cortometrajista Haritz Zubillaga, desigual y minimalista pieza de cámara a medio camino entre el thriller y el terror: uno tiene que ver con su dispositivo narrativo, acotado, como otros dos títulos recientes y notables (Locke y Wheelman) al interior de un vehículo, en este caso una limusina transmutada en claustrofóbico campo de torturas (físicas y psicológicas); el otro se refiere a su carácter casi metafísico, esto es, el modo en el que una arquetípica historia de venganza adquiere matices casi fantásticos cuando se permite reflexionar, de una forma que podría remitirnos a algunos cuentos de Poe y hasta de Borges (este último, obsesionado con la dualidad de la existencia y con la figura del doble y los espejos), sobre la forma en la que nuestros caminos vitales se bifurcan caprichosamente, aun a costa de apropiarnos destinos que teóricamente no nos deberían pertenecer. Ideas, como se ve, de cierto calado filosófico que parecen refocilarse en el universo malsano de otros títulos netamente superiores (no es mi intención equiparar logros, faltaría más) que hurgaron en la compleja psicología de personajes cuyas personalidades chocaban, dialogaban, se reflejaban o directamente fluctuaban entre sí por diversas razones que no viene a cuento explicar ahora (películas como Tres mujeres, Hermanas, Persona, Eva al desnudo, etc.), pero todo dentro de un formato de comprimida y excéntrica serie B que, en su último tramo, adopta un tono casi de siniestro cuento de hadas, justificando así la naturaleza irreal y alucinatoria de sus imágenes (iluminadas al estilo del Argento clásico por Jon D. Domínguez) y jugando a un horror puro que linda con el fantástico (esa aparición en el bosque) e inyectando, consiguientemente, cierta sensibilidad feérica que a mí, particularmente, no me desagrada.

Antes de llegar a este extraño clímax final, que se diría más pendiente de su impacto poético y metafórico que de otra cosa (¿no es la visión del villano como descubrir, finalmente, el aspecto del cuadro que Dorian Gray tenía oculto en su desván?), la película ha construido su intriga de forma voluntariosa, pero sin poder evitar caer en algunos tópicos, diálogos por debajo de la media (o fallidamente cómicos, o forzados e innecesariamente explícitos), bajadas de ritmo y fallas en la credibilidad que afectan negativamente al debe final. Sin embargo, Zubillaga hace un trabajo más que sólido detrás de la cámara, moviéndose en un espacio tan reducido con habilidad, siendo detallista y filmando con energía expresiva y buen gusto incluso los momentos más turbios. En general, el equipo técnico y artístico cumple con mucha competencia todas sus funciones, neutralizando la posibilidad (temida por servidor) de asistir a otra de las innumerables cintas de terror patrio de aspecto amateur que no llegan nunca a estrenarse en salas. La esforzada interpretación de Paola Bontempi (en un rol nada sencillo) y su escasa duración son otros dos factores que repercuten positivamente en la propuesta, que se aprovecha del suspense inicial para enganchar al espectador al tiempo que juega maquiavélicamente con la protagonista valiéndose de una figura ya recurrente en el cine de terror: la del villano entendido como demiurgo, voz anónima, amenazadora y omnisciente, presta a torturar sofisticadamente al protagonista por motivos que el espectador deberá ir descubriendo paulatinamente. Es decir, un trabajo de suspense reducido a su mínima expresión que bien puede tender a la explotación gráfica del dolor (la saga Saw, que aquí viene a la mente en la prueba del desfibrilador) como al más refinado retorcimiento psicológico (el Grand Piano de Eugenio Mira, con toda esa idea del héroe sucumbiendo a los deseos de su captor, siendo mero títere en sus manos).

En general, y sobre todo tratándose de una primera película, El ataúd de cristal se antoja un trabajo estimable, sobre todo porque nace con la virtud siempre loable de asumir riesgos, y porque se percibe en él la entrega que han puesto todos los implicados. Asimismo, su aspecto estilizado y su intención de matizar con reflejos especulares una crónica de venganza que podría haber quedado excesivamente básica, hacen de ella una propuesta de terror diferente y que bien puede satisfacer a los fanáticos del género, tanto aquellos que busquen un cine más visceral y volcado en los placeres inmediatos, como aquellos otros que sepan valorar retos considerables como el que supone contar una historia sin salir de un vehículo y con un solo personaje como protagonista, algo que la cinta de Zubillaga se atreve a hacer sin salir demasiado mal parado del intento.

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