Damiano D’Innocenzo y Fabio D’Innocenzo… a examen

Los ojos de los dos protagonistas de Hermanos de sangre son grandes, coloridos, profundos, tremendamente expresivos, un reflejo en el que se pierde el espectador durante gran parte del largometraje. Los hermanos D’Innocenzo, Damiano y Fabio, saben encontrar en la estructura del rostro un lugar donde acomodar sentimientos que desean transmitir en situaciones asfixiantes, ya sea en la pureza realista de su debut, esta Hermanos de sangre que nos ocupa, o en la fantasiosa crítica de Queridos vecinos. Es más, sin obviar el argumento de madre italiana sufridora, es en las facciones masculinas donde más tiempo se recrean, como intentando ubicar en el drama las reacciones más viscerales que la testosterona siempre aporta, añadiendo ese repunte sentimental que les termina por desencajar la mandíbula y apretar diente, una mueca apenas perceptible, pero que los directores se empeñan en enfatizar a través de planos muy cortos, muy por encima de la distancia social cómoda permitida.

De los ojos al rostro, está claro que ambos quieren dominar el drama, ya sea con un riguroso paseo por los bajos fondos de Roma, ya sea por una bucólica barriada de clase media donde la armonía se puede cortar con cuchillo, sus historias no se conforman irradiar el caos social en el que vivimos, son capaces de aportar un punto de vista propio y personalizado que induce a reflexionar sobre lo visto y oído para conseguir una experiencia completa.

Del rostro al plano general, y de ahí al fuera de cámara. Los hermanos llevan al límite sus historias, pero no desean regodearse con los detalles más escabrosos. Saben elegir con cierta elegancia cuándo y cómo apartar la mirada de esa pesada cercanía que tanto les gusta para que la imaginación y el contexto hablen por sí solos. Nos sitúan, nos advierten y dejan que todo ocurra al margen, conocedores de esa capacidad que tenemos de imaginar siempre algo peor de lo que podemos concretar con nuestra mirada.

Pequeñas similitudes para narraciones tan dispares, pues Hermanos de sangre sigue el rastro de todas esas películas de mafia italiana actual, de la de chándal y gallitos de pelea que enturbian la elegancia que siempre le otorgó el cine a estos grupos criminales hasta arrastrarnos por las calles de extrarradio para hablarnos de dos críos y su mala estrella.

En esa edad en la que uno está por cimentar un camino que seguir, dos amigos que planean alternativas totalmente realistas para el lugar del que provienen ven truncado su presente por un accidente del que huyen en pleno ataque adrenalínico. Preguntar a un adulto qué hacer no es siempre la decisión más sabia, pero sí un inicio brutal e inesperado para La terra dell’abbastanza, ese lugar en el que conformarse con lo que viene es la posibilidad más plausible y no necesariamente la más acertada.

Esos dos chicos sonrientes entran en un mundo que, sin control ni consecuencias directas, es excesivo y brutal. La violencia, la muerte, la prostitución… cualquier delito que pase por sus manos carece de rostro, los directores nos emplazan a olvidar a los “malos” y las “víctimas” convirtiéndolos en un contexto y no en personas de las que no olvidar sus reacciones. Sí consiguen, en cambio, vigilar más de cerca las reacciones de los muchachos, quienes apoyados uno en el otro, van obligándose y convenciéndose poco a poco de lo baldía que es la moral cuando se tiene un objetivo en la vida.

Es desesperanzador observar esa mirada que pasa de la preocupación al dolor, hasta volverse plana y ausente, llevándonos a ese momento en el que los verdaderos responsables de esta familia criminal los tienen como dos máquinas que ni sienten ni padecen, solo actúan sin ver la verdadera relevancia de sus actos. También seguimos la reacción de la familia carnal, tan extrema una y otra, y tan esclavas de la necesidad que cuando miran hacia otro lado somos capaces de inducirnos a la comprensión de cada uno de ellos.

Los hermanos D’Innocenzo nos hablan de la violencia gratuita y de la falta de oportunidades, y lo hacen con un lenguaje visual apabullante, consiguiendo que lo sencillo tenga muchas aristas donde agarrarse. Es cercana e inteligente, un ejercicio oscuro y certero que nos deja con una desazón contrastada al ver el desenlace de dos niños, casi hermanos, que solo querían saber cómo era eso de la salida fácil.

Muy a favor de sus relatos sobre la inocencia perdida que nunca más volverá a recuperarse.

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