Adiós al legendario director Andrew V. McLaglen

Andrew V. McLaglen

Ayer a última hora de la noche, justo minutos antes de irme a dormir, me sorprendió la noticia del fallecimiento el sábado 30 de agosto en el domicilio familiar a los 94 años de edad del mítico director de cine clásico Andrew V. McLaglen. He de decir que creía que McLaglen había fallecido hace ya bastantes años, debido a las nulas noticias acerca de su persona y vivencias acontecidas en los últimos tiempos. Precisamente la discreción y el recato que ha acompañado a sus últimos años de vida e igualmente a su muerte en los grandes medios de comunicación, retrata a la perfección la trayectoria profesional de este realizador todo terreno, que mamó desde su mismo alumbramiento al mundo las mieles del arte cinematográfico gracias a las andanzas de su legendario padre, que como los buenos aficionados al cine sabrán, respondía al nombre de Victor McLaglen, imborrable presencia en el imaginario cinéfilo gracias a sus incontables colaboraciones con John Ford y otras luminarias de la época dorada de Hollywood. El joven Andrew aprendió el oficio de artesano fílmico a la vieja usanza, es decir, en esa escuela gremial en la que la praxis, las prisas y el amor al cine dominaba sobre los robustos y aburridos libros de teoría e historia cinematográfica y elucubraciones varias, que definía el ritmo de trabajo de los estudios hollywoodienses de los años treinta y cuarenta, hecho éste que provocaba que entre los profesionales que cruzaban sus destinos para construir una obra cinematográfica surgieran unos vínculos más próximos a la fraternidad familiar que a la distante relación profesional que caracteriza hoy en día el trabajo en cualquier disciplina laboral.

Así, desde el mismo instante en el que empezó a calzar pañales este británico de nacimiento pero estadounidense de nacionalidad, comenzó a entremezclarse con la nomenclatura y jerga habitual del mundillo del cine acompañando a su padre a los rodajes de las películas que contaban con su dominante presencia. Esta observación privilegiada en primera persona de la forma de trabajar de los técnicos y grandes maestros del Hollywood clásico marcaría profundamente el estilo y la noción conceptual de Andrew V. McLaglen a la hora de hacer cine. Y es que para un servidor, McLaglen fue uno de los últimos románticos, empeñado en mantener viva la llama y los rasgos característicos de una forma de hacer cine que se hallaba en serio peligro de extinción en el momento en el que el novato cineasta daba sus primeros pasos detrás de las cámaras debido a la irrupción de la televisión y de las nuevas vanguardias de trayectos iconoclastas y rompedores, por tanto, de los patrones clásicos que escupían a la cara a todo viento que oliese a esa artesanía anónima que distinguía al clasicismo estadounidense. Las películas de McLaglen desprendían ese aroma a cine de antaño en una época en la que el western debía ser crepuscular y rompedor para contar con el apoyo de la crítica más sesuda y los thrillers debían dar el protagonismo a antihéroes urbanos atrapados por su pasado y sus circunstancias en obras de tono seco, sucio y por ello alejadas de la elegancia y pulcritud del cine que absorbió McLaglen. Si que es cierto, que sus obras carecen de esa fuerza y distinción que disfrutan las películas dirigidas por un autor de primera categoría, siendo esta falta de sello personal un elemento que señaló toda su carrera. Seguro que los que hayáis visto sus películas más conocidas habréis experimentado como yo una sensación extraña y agridulce en la que por un lado se apreciaba ese sabor a cine clásico muy reconfortante para los que crecimos viendo películas de John Ford, Howard Hawks o George Stevens, pero que igualmente sugerían una sensación de haber visto un sucedáneo menor de una película de estos genios y por tanto una cinta que nunca podría alcanzar las cotas de calidad de sus referentes más cercanos.

Andrew V. McLaglen

Andrew Victor McLaglen vino al mundo en Londres, si bien apenas unos años después se trasladó, siendo un niño, a Estados Unidos, cuando su padre fue llamado para trabajar en la emergente industria de cine de Hollywood. Establecido en Los Ángeles, su enorme estatura le impidió alistarse en los Marines americanos durante la II Guerra Mundial, trabajando durante esos años en una empresa aeronáutica para construir aviones de guerra. Tras abandonar este trabajo una vez finalizada la contienda bélica, el joven McLaglen decidió su destino laboral tras mantener una conversación con su padre en la que el bonachón de Victor aconsejaba a su vástago no trabajar en el mundo del cine bajo ningún concepto. En lugar de aceptar la sugerencia de su padre, el rebelde Andrew decidió apostar por el negocio del cine incorporándose en la plantilla de la estupenda Republic, estudio especializado en la producción de películas de bajo presupuesto y casa habitual de su padre, en la que se formó en distintos departamentos promocionando de una forma meteórica debutando como ayudante de dirección en una película protagonizada por Victor titulada Love, Honor and Goodbye. Esta etapa de aprendizaje en la segunda unidad, alcanzaría su cenit en el año 1952. Un viejo tuerto, de origen irlandés que se autodefinía simplemente como un hombre que hacía westerns y gran amigo de su progenitor —correcto, hablo de John Ford—, decidió contar con el imberbe Andrew como ayudante de dirección en una película de atmósfera nostálgica, pequeña y familiar que se titularía El hombre tranquilo. El joven ayudante de dirección no solo quedó maravillado e hipnotizado con el dominio del medio cinematográfico del maestro Ford, sino que durante el rodaje de esta obra maestra hizo muy buenas migas con John Wayne. De este modo, el duque tomó bajo su regazo al hijo de su compañero McLaglen, cincelando una relación profesional y de amistad que se alimentaría con los trabajos como segunda unidad de Andrew en tres películas muy majas del viejo vaquero como El infierno blanco, Escrito en el cielo y Callejón sangriento.

Matar a un hombre

Después de este período formativo, McLaglen debutó en la dirección de largometrajes con Matar a un hombre, un western de serie B que contaba con un guión firmado nada menos que por Burt Kennedy. Tras rodar dos noir de bajo presupuesto de escaso éxito y resultados, Andrew aterrizó en el mundo de la televisión, trabajando desde mediados de los cincuenta hasta principios de los años sesenta casi exclusivamente en este medio dirigiendo episodios de series como El pistolero de San Francisco, El virginiano, La ley del revólver o varios episodios de una serie absolutamente mítica en el imaginario de más de una generación de seriéfilos como Perry Mason. En 1963, McLaglen dirigió quizás su película más popular titulada El gran McLintock, un auténtico homenaje y reinterpretación en clave western de El hombre tranquilo, no solo por contar en sus filas con Wayne y O’Hara sino también por calcar prácticamente algunas de las escenas más memorables del clásico Fordiano, pelea multitudinaria incluida. El americano retornaría al mundo del cine en 1965 por la puerta grande, firmando la que para mí es su gran obra maestra: El valle de la violenciaun magnífico western ambientado en la Guerra de Secesión americana protagonizado por un otoñal James Stewart y por el hijo de su gran amigo John Wayne (el inefable y discreto Patrick Wayne). Esta es sin duda la película que mejor denota el arte de McLaglen y su gusto por hilar películas de ritmo muy clásico al estilo de las historias de sagas y odios familiares contando para ello con viejas glorias que daban sus últimos coletazos en el mundillo hollywoodiense. En su siguiente film, volvió a contar con Stewart y con una vieja conocida de tiempos de Innisfree, Maureen O’Hara, en otro western con sabor añejo titulado Una dama entre vaqueros. A pesar que el género se hallaba en una intensa agonía, el londinense se empeñó en seguir rodando westerns en sus siguientes proyectos. En este sentido, cintas como Camino de Oregon, Asalto al último tren, Bandolero o las Hawksianas (estas últimas protagonizadas por su inseparable John Wayne) Los indestructibles, Chisum y La soga de la horca dieron fe de la muerte de este inigualable género a principios de los años setenta. Además de estos interesantes westerns, McLaglen se apuntó a la moda del cine de misiones temerarias con cuatro aportaciones muy llamativas: La brigada del diablo, Patos Salvajes, Lobos marinos y Cerco roto, obras plagadas de veteranos de guerra que habían conocido la miel de la popularidad en tiempos pretéritos y que igualmente dejaban una cierta sensación de repetición de una fórmula chamuscada por la cantidad de obras de la misma temática producidas con anterioridad. De nuevo, esa falta de riesgo e innovación, que algunos califican como falta de ideas, se ligaba con el nombre de McLaglen. La rutina y la ausencia de un sitio propio de McLaglen entre los nombres de una nueva generación de cineastas que revolucionaron la forma de hacer cine en los Estados Unidos indujeron un agotamiento de la fórmula de meridiano éxito del director de McLintock, que acabaría sus días como director retornando nuevamente al mundo televisivo dirigiendo productos que no pasarían a la historia del medio, culminando finalmente su carrera en 1991 realizando un subproducto titulado Eye of the widow.

Shenandoah

Se ha ido, casi sin hacer ruido, un cineasta que compartió trincheras con los más grandes, amigo íntimo de John Wayme, James Stewart, John Ford, Kirk Douglas y tantos otros nombres imborrables en la memoria cinéfila. Un realizador que a pesar de carecer de ese toque de genialidad que distingue a los genios del séptimo arte, tiene un curriculum repleto de cintas muy entretenidas y perfectamente ejecutadas en una época en la que hacer cine clásico era ir a contracorriente. Sin duda, un director que alegró las tardes de sobremesa de varias generaciones de aficionados al cine que esperemos siga siendo recordado como ese último romántico que se empeñó contra viento y marea en homenajear ese cine que amó con locura desde que acompañara en su carro de bebé a su padre en sus rodajes. Descanse en paz.

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