Abel Ferrara… a examen (III)

La controversia que suscita una figura como la de Abel Ferrara bien podría estar vinculada al arrollador temperamento de un autor incapaz de dejar indiferente por su forma de expresarse más como personalidad que como cineasta; hay, no obstante, un carácter indómito que motivan tanto las imágenes como el particular modo de asimilar el lenguaje cinematográfico, desde el que comprender esa estela de cineasta a contracorriente, alejado de cualquier convención. Un talante que ha dado buena fe del genio que atesora el neoyorquino a lo largo de su extensa carrera, pero ha tomado, si cabe, mayor relieve estos últimos años con piezas como la recién estrenada Zeros and Ones o Siberia. Es precisamente esta última —junto a la cual la notable Tommaso formaba un singular díptico—, con la que mayores concomitancias toma uno de esos títulos ocultos que se encuadra en el que se podría considerar auge creativo de Ferrara, entre títulos como Teniente corruptoThe AddictionEl funeral, aunque sin atraer en cambio las miradas que sí ocasionaron sus coetáneas.

Juego peligroso se sitúa, al igual que la citada Tommaso, en el terreno metacinematográfico, ese habituado a dirimir su esencia a través de vías satíricas o de un cauce dramático que en ocasiones apela a la nostalgia, y que en manos de Ferrara encuentra en una causticidad casi innata en su cine la senda idónea para trasladar sus inquietudes al celuloide. Es así como el film establece un sello visual que transita entre estilos distintos: por un lado, el asociado a la exposición del proyecto en sí y sus distintos ensayos —que es expuesto cámara en mano mediante una fotografía granulosa—, y por el otro el relativo tanto al rodaje como a la relación establecida entre sus distintos personajes —que destaca por su lóbrego cromatismo, en especial en lo referente a esa filmación—; tal forma de vincular ficción y realidad bajo unos mismos rasgos, no conecta ni mucho menos con la voluntad de Ferrara de dotar de una conexión a esos dos ámbitos: de hecho, el cineasta distingue en todo momento los límites entre esa ficción y esa realidad por más que en algún momento puedan obtener continuidad tras algún «¡Corten!», estableciendo de ese modo una corrosiva perspectiva desde la que alimentar la línea discursiva del film.

La inmersión de Abel Ferrara en un universo donde la mentira complementa la realidad, dota a Juego peligroso —que, lejos de lo que parece insinuar su título (de acertada traducción esta vez, por el original Dangerous Game), se aleja de cualquier terreno genérico imaginado para introducirnos en un valioso juego metatextual— de un carácter abrasivo extendido en cada nuevo matiz arrojado por el autor de The Blackout, insinuando de esta manera la toxicidad de un contexto cuya expresión se va acrecentando a medida que pasan los minutos. Así, y de esos cruentos primeros minutos desde los que asentar un lienzo fílmico donde la agresividad del texto proveído por un realizador —interpretado de forma incisiva por un gran Harvey Keitel, emergiendo a modo de ‹alter ego› (como sucedería en Tommaso con Dafoe) del mismo Ferrara— suscitará un enrarecido marco, nos sumergiremos en una irrespirable crónica —cuya sensación acrecienta la portentosa fotografía de Ken Kelsch, que incluso concibe, junto a la adecuada partitura de Delia, momentos de turbadora atmósfera como ese con el rostro de Russo imbuido en la oscuridad— inducida bajo el influjo de drogas, alcohol y una serie de relaciones que parecen abrazar la poligamia como método de subsistencia en ese entorno del que se antoja imposible apartar la mirada; y es que la lente del cineasta neoyorquino actúa casi a modo de espejo convexo desde el que disertar sobre una realidad, si bien personal —y que se siente como tal cuanto más inmerso está el espectador en esta—, inherente a una naturaleza en la que nos podríamos ver reflejados.

No sorprende, no obstante y pese a ello, encontrar un fragmento del documental Burden of Dreams de Les Blank en el que un Herzog en pleno rodaje de Fitzcarraldo dirime sobre la enfermiza y destructiva relación de un director para con el ámbito en que se debe manejar, dotando de ese modo de un barniz más fascinante si cabe al extraño testimonio auto-inculpatorio de Ferrara. Las contadas apariciones de Keitel frente a la cámara hablando sobre el proyecto, funcionan así a modo de confidencia cuasi íntima desde la cual el cineasta se nos abre en canal, consiguiendo que la veracidad del texto se traslade más allá de un concienzudo aparato fílmico, y de un éxtasis interpretativo —ojo a un eterno secundario como James Russo, mutado en mórbido amante para la ocasión, o al extraordinario papel de una Madonna que se entrega a las fauces de un personaje de extenuante destino— que provee las virtudes necesarias como para que Juego peligroso devenga en un alucinado dispositivo donde no parece haber vuelta atrás: una conclusión que se asemeja casi extensiva a nuestra naturaleza como seres vivos, incapaces de escapar a los sentimientos, pero en especial a una adicción que no se transformaría a mediados de los 90 en título de una de las obras capitales de Ferrara por casualidad: es, indistintamente, el tejido sobre el que se construye una esencia, la propia, sin la que quizá no nos sentiríamos tan vivos como irremediablemente imperfectos.

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