Sesión doble: El cuento del zorro (1937) / Faust (1994)

Nuestra sesión doble mezcla hoy animación en ‹stop-motion› y Johann Wolfgang von Goethe en dos propuestas singulares como son El cuento del zorro de Wladyslaw Starewicz e Irene Starewicz, creada en 1937 y Faust del checo Jan Švankmajer, dirigida en 1994. Un mundo de cuento y marionetas imprescindible.

 

El cuento del zorro (Wladyslaw Starewicz, Irene Starewicz)

Inspirada en las aventuras de Renard, personaje de un conjunto de poemas publicados en la Francia de los siglos XII y XIII y adaptado también por Goethe en el siglo XIX, El cuento del zorro es una obra increíble en muchos sentidos. Pertenece al selecto grupo de largometrajes de animación que pueden presumir de haber llegado antes que Disney, pero no por ello palidece o se siente envejecida en comparación. El de esta película es un estilo distinto, una animación ‹stop-motion› que utiliza marionetas de tamaño humano y logra una puesta en escena impecable por la que podría decirse que no pasan los años.

Para cualquiera que haya visto otras obras de Wladyslaw Starewicz, esto no pilla de nuevas. Desde sus primeros cortometrajes animando con insectos disecados, cuando la animación, y no digamos ya el ‹stop-motion›, eran una forma de expresión rudimentaria, la calidad de su obra ha trascendido mucho más allá de los estándares de su época, y en el excelente mediometraje Fétiché ya puede observarse un gran refinamiento expresivo. Pero la ambición de esta cinta, su primer largometraje y codirigido con su hija Irene, va mucho más allá, y el resultado es impresionante.

A nivel narrativo, pese a ser un relato fabulístico, el detallismo en la descripción de su mundo y de quienes lo habitan es ya de entrada difícil de creer. Si bien Renard es el protagonista y gran atractivo del filme, no se queda lejos una plantilla de personajes que no solamente tienen individualidad y recurrencia en la trama, sino que están representados y caracterizados, tanto visual como sonoramente, de manera distintiva. Se mueven de forma diferente, hablan con un tono propio y tienen personalidades muy marcadas. Pero esto no solamente sucede con los actores principales, puesto que los personajes esporádicos también gozan de personalidades propias. El resultado es de una complejidad y una riqueza en subtramas, interacciones y momentos cómicos que no parece agotarse nunca. Ya sea con el dandi gatuno y su ‹affaire› con la reina, los inocentes conejos que forman parte del coro de la iglesia, o el astuto tejón secretamente compinchado con el protagonista, El cuento del zorro tiene un buen puñado de momentos memorables y un mundo lleno de imaginación.

Con todo, Renard está en un plano completamente distinto. Este genial antihéroe, uno de los personajes más fastidiosos, insidiosos y esquivos de cualquier ficción, es sin embargo una fuente inagotable de carisma. Y no puedo sino fascinarme ante lo inagotable de su ingenio y de su maldad, que a veces parece hasta gratuita y que llega a poner en jaque a un reino entero. Verlo engañar y elaborar planes, implicando a su propia familia en ellos —otro gran acierto de la película— y haciendo quedar a todos los que le enfrentan como cazurros incapaces, es una experiencia divertidísima. Uno nota a través de todo el potencial expresivo del personaje que Renard en ningún momento se presenta como el villano a abatir; y que poco importa la moralina o lo correcto en una obra que no es sino una celebración llena de simpatía hacia su protagonista.

Las virtudes de El cuento del zorro son inagotables. Su elaborado ‹stop-motion› es sin duda su gran baza, algo que cuesta creer que tenga más de 84 años, pero si vamos al rango expresivo de sus personajes, o incluso a las escenas de ensoñaciones, el resultado ya se sale de todos los parámetros. Además, está llena de carisma, de voces y personalidades distintivas, y un humor que ni siquiera ha envejecido un ápice. Este milagro de la animación sigue sorprendiendo y asombrando como el primer día.

Escrito por Javier Abarca

 

Faust (Jan Švankmajer)

A veces el diablo toca a la puerta con una sonrisa y lanza una propuesta perversa, y su sonrisa no es más que la mirada cansada que se refleja al otro lado de la noche, perdida en la negrura enmarañada, desquiciada y asesina que elimina la cordura. Así Mefistófeles y Fausto son dos modos de ser de una sustancia mal forme y multifacética, y esto no es metáfora, al menos no en la obra de Švankmajer, donde la explicitud de tal echo se señala, subraya y reitera escena tras escena, en una escenografía que es la obra misma de Goethe pero no como adaptación sino como palabras tensadas sobre el avatar protagónico el cual es un intérprete manifiesto.

De nuevo, esto no es una metáfora ni un señalamiento obvio, sino que la película como tal transcurre en un escenario contemporáneo donde el doctor Fausto es y no a la vez, porque él como un citadino anónimo recorre las calles de alguna urbe europea mientras situaciones absurdas lo guían al teatro en donde interpretara al personaje, lugar en el que se envestirá de nuevo con ropas y maquillaje para atravesar a un público simulado. Este (siendo incluso más anónimo que el protagonista) se lo quedará observando de manera irregular, apareciendo de vez en cuando entre planos en una espacialidad discontinua, y si bien el relato, el clásico luciferino estará presente —textualmente presente pues el protagonista de manera literal (la más literal posible) lee los versos de Goethe que interpreta—, se puede decir que la indagación en él o sus temáticas quedarán de lado así como sus episodios para dar paso más bien a una exploración que mezcla lo plástico y lo absurdo. Lo absurdo también va en un sentido muy teatral pues la reiteración cómica de eventos es propia de la obra de Eugene Ionesco o el famoso Beckett, en la cual las acciones cómicas se repiten hasta instancias enervantes, hasta que la broma ya no tiene gracia y solo termina remarcando un vacío insignificante, angustiante y propio de la rutina. Esta dinámica también recordará a obras anteriores de Švankmajer, como su adaptación de Alicia en el País de las Maravillas. En cuanto a la animación solo quedan aplausos, porque a parte de la ya esperada calidad del experimentado realizador, él mismo tiene el ingenio necesario para introducir lo animado en eventos injustificados que perfectamente podrían haberse hecho en vivo, pero que al animarse alcanzan una nueva connotación bizarra que va muy bien con el universo incongruente que propone la película; por ejemplo cuando Fausto interpreta a Mefistófeles, a sus reacciones se les restan cuadros simulando de esta manera ser un ente animado, simulación que permite mantener un distanciamiento entre el universo de dicha faceta y la supuesta realidad.

También hay un acercamiento interesante al teatro de marionetas, ya que los hilos que guían a los personajes se manifiestan de manera constante, y las marionetas se intercambian con los sujetos vivos y a veces en determinados gags parece que lo chocante, macabro o perverso de la figura diabólica es su condición de ente artificial, de representación guiada por otros. Por todo esto termina la obra por ser un trabajo entrañable que se bifurca entre la alegoría y el mero goce absurdo de la imposible seriedad.

Escrito por Nelson Samuel Galvis Torres

 

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