Techo y comida (Juan Miguel del Castillo)

Me gusta ver cine con el que me siento reflejado, lo admito. La clase de películas que me gustan en este sentido suelen tener protagonistas con los que me identifico, situaciones que experimento o actuaciones que vislumbro en otros o las vivo muy de cerca. Normalmente, en el primero de los casos, los personajes son un dechado de virtudes y bondad, claro; en el resto, puede haber de todo, pero no me vale cualquier cosa.

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La cuestión está en sentir. He hablado con varias personas que, teniendo sus problemas (más graves que los míos), tienden a menospreciar el cine que habla de sus mismas circunstancias porque ya no sienten nada, porque son incapaces de involucrarse en una ficción que habla de su realidad. Porque creen que si han vivido algo tan duro nada les hará sentir, y tampoco quieren recordarlo. Ante esta insensibilidad producto del exceso de sensaciones propias, sólo queda un tipo de espectador: el que no lo siente tan de cerca.

Bajo el paraguas del cine social se pueden esconder varias críticas y hacer visibles muchos de los problemas de la sociedad en que vivimos. La cuestión es encontrar el tono, como siempre; dar con la forma y que el discurso incomode al espectador de un modo positivo. Se trata, en suma, de que asimile que lo visto ocurre de verdad, que se desarrolle una conciencia social y que con ella se busquen soluciones. ¿Educar?

Por eso es muy fácil caer en ciertos tics ya típicos del género y sencillos de encontrar en muchas obras, equilibrar la suerte de los personajes y no enfadar al público. Intentar humanizar al máximo un problema, hacerlo terrenal, o contar un viaje interior que supere las barreras de la experiencia propia y personal por una más universal y duradera en la memoria del que mira.

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Techo y comida es dura, básicamente porque intenta retratar una dura realidad, pero a menudo se siente limitada y su emoción y rabia no traspasan la pantalla. ¿Por qué? Porque es como la vida misma, porque, sencillamente, llevamos tantos años viéndolo pasar, hemos visto a tanta gente rebuscando en la basura por las noches, pidiendo en los supermercados o durmiendo en las aceras, que nos hemos enfermado como sociedad (más) y lo que vemos es “normal”. Triste, porque además a pocos le importa. Lo que tenemos ahora es el «yo estoy peor» o el «todos tenemos problemas», y hasta una nueva moda: «haber nacido sirio».

Pero también porque si hablas desde el pensamiento crítico, debes tratar de ser justo e imparcial para dotar del máximo realismo lo que vemos o lo que se quiere mostrar, aparte de ofrecer algún aspecto inédito respecto a otras cintas parecidas. Si haces que uno de tus personajes, el malo, beba y amenace con violencia, es posible que yo, como espectador, me aleje por momentos del relato. No porque crea que no pueda pasar, sino porque siento que me intentas condicionar. Más si cabe cuando los que sufren son buenas personas que sólo son capaces de hacer cosas malas por las circunstancias (¿acaso el malo no las tiene?).

Este tipo de cine tiene eso, que se juzga con dureza por tratarse de la actualidad e intentar movilizar a las conciencias que lo ven (que si ven es porque ya suelen estar bastante concienciadas). Porque incide en ella, porque te manda un mensaje, o te deletrea lo que quiere en la última imagen, dándote a entender que tienes que hacer algo más allá de ver una película. Pero esto es cine, y me puedo ofender si, detrás de este crudo realismo, me sacan de él con una música muy triste y española, o si, como digo, me dicen qué tengo que hacer, porque entonces me planteo si la propia cinta lo hace (o hará).

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Lo que ocurre, de hecho, es que a día de hoy tiene más impacto un anuncio de 30 segundos en el que una abuela dice no tener hambre para que coman sus nietos, que una película de 90 minutos. Pero bueno, si te emocionaste viendo que en España uno de cada tres niños corre riesgo de vivir bajo el umbral de la pobreza y de sufrir exclusión social, seguramente te subyugue el (cada vez menos) particular viaje de Rocío y su hijo Adrián, los principales protagonistas de Techo y comida.

Por ese poder que, aunque no tan fuerte como se busca, existe, tampoco estaríamos hablando de una película fallida. En Techo y comida encontramos momentos cotidianos emocionalmente convincentes, a pesar de las medias tintas. Sin embargo, Juan Miguel del Castillo, realizador y guionista, se olvida del paso del tiempo y de que, con él, hay algo que se pierde para con su cine: el contexto. Techo y comida es aquí y ahora.

Por otra parte (la mejor parte), la actriz Natalia de Molina hace un trabajo excepcional poniendo rostro a Rocío, dando (más) crudeza a la pobreza, dotándola de lo que significa mucho más allá de lo que la cámara permitiría. Es ella y sólo ella. El director lo sabe y por eso pocas veces pone cara a otras personas. Aquí sólo importa que tú, como asistente, sientas la presión al conocer que algunos momentos en la vida son irreversibles y no hay vuelta atrás, que si te quedas sin casa ya no hay más. El ahora.

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Es lo que pasa cuando luchas por crear algún tipo de conciencia social, que no puedes equivocarte o te conviertes en una diana fácil. Porque alguno te argumentará que, si tanto te preocupa, les des tu casa, que les sueltes tu dinero como ayuda u otra demagogia similar. Que si ese es socialista, ¿cómo tiene una casa así de grande?

Claro, el malnacido, sin conciencia y egoísta, nunca rompe sus principios… como no los tiene.

P.D. En mi barrio, Cáritas no hace rezar a las personas que van a la Iglesia a por comida. Costumbres.

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