La mejor oferta (Giuseppe Tornatore)

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El cine de Giuseppe Tornatore siempre se ha caracterizado por utilizar historias con la nostalgia y la melancolía por bandera, tratadas con un tono afable y costumbrista, como en su oscarizada Cinema Paradiso, en Baarìa, o en menor medida en La leyenda del pianista en el océano. Sin embargo, de vez en cuando lleva a cabo incursiones en el cine de intriga y de misterio, como ya demostró en la apreciable Una pura formalidad o en el filme que hoy nos ocupa, La mejor oferta, escrita y dirigida por Tornatore, producida en Italia, pero protagonizada por un reparto internacional y hablada en inglés. Intentar escribir sobre un filme como éste sin soltar detalles importantes de la trama puede resultar harto complicado, pero vamos a ello.

Virgil Oldman es un hombre rico, inteligente, educado, y obsesionado con sus costumbres y su trabajo como subastador de una prestigiosa compañía del gremio que trata con obras de arte. Virgil procesa auténtica devoción por los cuadros, otorgando más trascendencia a los fetiches artísticos que a las personas, y por ende todavía no ha tenido a sus más de 60 años una relación con una mujer. Todo cambia cuando conoce a Claire, una misteriosa clienta, heredera  de los bienes de una familia rica, que le encomienda la tarea de gestionar la venta objetos de la mansión de su familia, llena de antigüedades valiosas. La joven sufre de agorafobia y se esconde del mundo exterior, despertando una curiosidad inicial del peculiar coleccionista que mutará en obsesión cuando descubre su aspecto.

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El director italiano utiliza el enigmático aroma del cine de intriga de Hitchcock (e incluso de Polanski), moviéndose alrededor de varios géneros cinematográficos: también hay elementos de drama romántico, pequeños tintes de comedia, e incluso noir, para tratar temas tan variopintos como la soledad, los problemas de comunicación e identidad derivados de ésta, el fetichismo como forma de vida, y situaciones tan cinematográficas como el «voyeurismo», con un mensaje por encima de todos: la cuestión de si las obras de arte tienen la capacidad para substituir a las emociones auspiciadas por el amor y el afecto. La cinta también se hace valer de interesantes acotaciones sobre el arte de la pintura y las falsificaciones que son voluntariamente extrapolables a las relaciones sentimentales y personales que acontecen.

Pese a la irrefutable inteligencia de los textos, hay notorias debilidades argumentales y subrayados innecesarios una vez presentados los atractivos hechos, como el abuso indiscriminado de la reiteración de ciertas escenas, la colocación de pistas falsas y algunas disertaciones orientadas única y exclusivamente para despistar al personal. El filme italiano presenta un primer tercio admirable, un segundo más convencional y un tramo final fallido que no perturba definitivamente la experiencia gracias a la interpretación de Geoffrey Rush y la atractiva puesta en escena de Tornatore, pero enturbian parcialmente algunos de sus mayores logros. Su mayor lastre estriba en que los giros de la trama se ven venir a partir del momento en que aparece la chica por primera vez en pantalla (durante los primeros minutos resulta muy cómica y misteriosa la forma que tiene de evadirse una y otra vez de Virgil tras preparar varias citas para tasar los bienes), y acostumbrados al camino de trampas de los que hace uso el cine actual en el género de intriga, provocan la sensación de que estén colocados para despistar y dar otra vuelta de tuerca fuera del manido camino que nunca llega a suceder. No quedan nada claras las intenciones reales del director de Cinema Paradiso: como historia de misterio falla en la obviedad y previsibilidad antes citada, sin embargo, resulta apreciable como estudio de personajes a través de los trastornos mentales de la pareja de enamorados, que dan mucho juego cinematográfico y ayudan a realizar una interesante disposición psicológica de sus personajes durante la mayor parte de la narración.

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Formalmente, la cinta es una delicia estética: hace un uso poderoso de la delicadeza y exquisitez de la puesta en escena y las virtuosas habilidades narrativas de Tornatore, con un excelente manejo de los espacios, una atmósfera misteriosa muy conseguida, minuciosos, elegantes, e incluso, innovadores movimientos de cámara, acompañados del ritmo sosegado tan habitual de su director, con un uso frecuente de primeros planos que ayudan a indagar de manera introspectiva en los personajes, y una bella y refinada fotografía con predominio de los colores apagados. La mejor oferta presenta bellas localizaciones del norte de Italia, Viena y Praga en los exteriores, y unos interiores dominados por habitaciones exquisitamente decoradas entre atractivas obras de arte (esculturas, cuadros y antigüedades varias), y las portentosas imágenes de la galería de arte privada del protagonista donde guarda a buen recaudo su admirada colección.

Geoffrey Rush contribuye a la evolución del personaje protagonista gracias a sus expresiones faciales y gestos, que pese a retratar a un personaje con tantas taras no llega a caer nunca en el histrionismo exacerbado en el rol de un misántropo hasta la extenuación que rehúye al contacto con el resto de los seres humanos de un modo casi enfermizo; un ser que utiliza guantes a todas horas (incluso comiendo) para evitar el contacto directo con las personas que le rodean y es incapaz de usar un teléfono sin tenerlo envuelto en un paño, aspectos que inicialmente provocan que resulte antipático e incómodo, pero conforme se va abriendo consigue generar empatía y cariño gracias a la soberbia actuación. El resto del reparto está a la altura, aunque su presencia empequeñece por falta de espacio. Destacan las conversaciones con el personaje de Jim Sturgess, quien realiza la reconstrucción por piezas de un autómata de siglos atrás mientras asesora al subastador sobre la forma de proceder en el amor; o una misteriosa enana digna de David Lynch que cita cifras en voz alta en un bar, de las que no sabremos su sentido hasta la parte final de la narración. Donald Sutherland resulta eficaz como de costumbre, y la actriz holandesa Sylvia Hoeks no desentona en el rol de una agorafóbica que lleva su enfermedad hasta las últimas consecuencias.

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La banda sonora corre a cargo de un mito del cine, el gran Ennio Morricone, que a sus 84 años parece seguir en plena forma. Su partitura resulta menos  personal, pero también menos edulcorada y reiterativa que en otros trabajos con Tornatore, y nos remite claramente a las composiciones de Bernard Herrmann para Alfred Hitchcock con ligeros auto-homenajes a la banda sonora de Érase una vez en América, del propio Morricone.

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