De óxido y hueso (Jacques Audiard)

Con la suficiente edad para ser veterano, pero ni con tan solo una decena de films a sus espaldas (su debut llegó tarde, a los 42 años), Jacques Audiard se ha atrevido con todos los géneros que han caído en sus manos y desde la comedia Un héroe muy discreto hasta el drama carcelario en Un profeta han logrado conformar una filmografía compacta que, sin necesidad de redundar en temáticas, siempre nos ha situado en el rincón más oscuro y opresivo del ser humano: ahí están sus protagónicos masculinos que, sin ir más lejos, nos dejan en personajes como los de Paul (Vincent Cassel en Lee mis labios) o Thomas (Romain Duris en De latir mi corazón se ha parado) grises figuras de ese universo en el que el cineasta galo ha sabido moverse a las mil maravillas para, en esta ocasión, pisar por primera vez el terreno del romance. Eso sí, un romance adusto en el que las contemplaciones están de más.

Su primera secuencia, de hecho, ya es toda una declaración de intenciones; en ella, observamos a un padre y su hijo vestidos con sucias ropas y aspecto desaliñado haciendo autoestop. Si el punto de partida ya produce desazón de por sí, lo que vendrá a continuación seguirá esa línea marcada con pulso por el cineasta francés con la intención de describir un mundo que parece asolado por la desdicha. Bajo el techo de la casa de su hermana, Alain y su hijo encontrarán cobijo pero no el mejor modo para salir de esa desapacible situación que en el nuevo hogar solo encontrará una extensión de sí misma: ella trabaja en un supermercado del que se lleva a casa comida caducada con tal de economizar gastos, su pareja se tira medio día metido en un camión realizando su ruta, y su vivienda no es precisamente el lugar más agradable del universo.

Sin embargo, Audiard evita recrearse en ese ambiente y solamente lo describe, otorgando pinceladas para que conozcamos la situación de unos personajes que quizá encuentran en los demás el único motivo para salir adelante. Aun así, tampoco ayuda en exceso la personalidad del protagonista, un tipo arisco que, pese a haber recuperado a su hijo (con el que tiene una relación más bien escueta) tras una incómoda situación, solo parece preocuparse por sí mismo. Los retrasos al ir a buscar al chaval al colegio o el poco tacto con que lo trata en ocasiones son buena muestra de ello.

En el otro extremo, encontramos a Stéphanie, una muchacha que trabaja como adiestradora de orcas cuya vida parecería mucho más tranquila de no ser por algún detalle como un novio celoso que no la tiene en consideración. No obstante, las situaciones son opuestas: ella no pasa aprietos económicos, lleva una vida sin apuros y parece que sus únicos problemas son autoinducidos. Es una noche, cuando evadiendo esos problemas, conocerá a Alain ejerciendo de portero en una discoteca. Él le sacará de la incómoda situación en que se encuentra, la llevará a casa y ahí parecerá concluir su relación.

Todo hasta que Stéphanie pierda ambas piernas un día durante un accidente de trabajo. Es en ese momento cuando el desasosegante panorama vivido por él, se trasladará a una muchacha que, sin sus piernas, parece haber perdido la ilusión de vivir. El encierro voluntario en su casa transformará ese espacio en un recinto oscuro y claustrofóbico del que no querrá salir por temor a tener que lidiar con su nueva situación. Esa situación será revertida cuando se decida a llamar a Alain buscando en él un resquicio por salir de tal angosta tesitura, hecho que él esquivará con una naturalidad fuera de lugar, y que incluso les llevará a tener una relación más profunda (quizá más en el plano anímico que en el sentimental) de lo que cabía esperar.

Así, Stéphanie empieza a perder la vergüenza. Sale de casa, nada en la playa sin rubor a mostrar su nueva condición, e incluso sale por ahí con Alain hasta que se tope con la otra cara de la moneda. Porque Alain podrá ser muchas cosas, pero en especial es un personaje gris al que la falta de complejos le pueden tanto como su propia determinación o su gusto por las mujeres. Todo ello, lo retrata Audiard sin necesidad de ‹crescendos› dramáticos, ni de forzar situaciones que atienden a la verdadera naturaleza de sus personajes y les hacen actuar de un modo u otro según cuál sea su situación. Una situación más cruda de lo que en la superficie parece ser, pero con la que ambos lidian (e incluso pelean) sin ningún reparo.

A los aciertos en la dirección del galo (ese modo de retratar los interiores, ese drama en ocasiones tan seco con cierta tendencia a la desdramatización…), a la que quizá se podrían realizar un par de achaques (el uso de la banda sonora, que a veces parece buscar crear un espacio en el que la ensoñación se impone para sacarnos de esa dura realidad), pero se le unen dos interpretaciones que ni siquiera necesitan embadurnarse en el drama de sus personajes (algo que Audiard evita con temple) para salir airosas. Ahí están no sólo Marion Cotillard, a la que ya conocemos de antemano (y a la que hay que conocer más allá del Oscar, como por ejemplo en su papel en Pequeñas mentiras sin importancia), sino también Matthias Schoenaerts; ambos interpretan a la perfección un tono del que parecen una prolongación más, y que nos sumerge en una de esas películas que casi se asemeja más a una experiencia, hundiéndonos en los confines más descarnados para construir un retrato vital, hermoso y humano que no tiene precio, ni condición.

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