X (Ti West)

Sonido, claqueta y montaje en paralelo

En el contexto del cine contemporáneo es frecuente ver a cineastas instaurar el bricolaje y el refrito como normativa artística, especialmente en lo que respecta a películas de género. El caso más paradigmático es sin discusión el de Quentin Tarantino, que recicla texturas, gestos y bandas sonoras de filmes de la historia del medio para reimaginarlos desde nuevas ópticas y códigos significantes. Por otro lado, nombres como Pascal Laugier (Ghostland), Drew Goddard (The Cabin in the Woods), David Gordon Green (Halloween Kills) o Todd Strauss-Johnson (The Final Girls) se han ocupado de recuperar toda una tradición del terror ‹slasher› para velar por su supervivencia ya sea desde las secuelas, la parodia autorreflexiva, una visceralidad paroxística o una puesta en escena capaz de emplear el digital como un instrumento al servicio del suspense.

El cineasta estadounidense Ti West ya había recurrido a estrategias similares en The House of the Devil, la película que le permitió alcanzar proyección a nivel internacional, con los años 80 como telón de fondo. Para regocijo de los espectadores su último trabajo discrepa con estas tentativas y descarta el sampleado para estilizar las imágenes, además de otorgarle al sonido y a la banda sonora un papel fundamental de cara a la creación atmosférica.

La historia de X, que se ambienta diez años antes a The House of the Devil, gira en torno a un grupo reducido de cineastas y actores del cine porno que se trasladan a un entorno campestre para llevar a cabo un rodaje. En ese sentido, si Boogie Nights traslada a la pantalla la institucionalización de una industria en ebullición, X ofrece la posibilidad de asistir a su desarrollo desde lo micro y lo casero. Mientras que la cámara de Paul Thomas Anderson se recrea en unos escenarios meticulosamente dispuestos a través del plano secuencia, Ti West actúa en una dimensión más mínima, utilizando el montaje y el grano de celuloide como léxicos que la hacen máxima.

Para hacerlo posible el cineasta relee cintas emblemáticas como La Matanza de Texas, pero en esta supuesta operación de retrospectiva no explora el papel de la nostalgia, sino que le devuelve al cuerpo un sentimiento de libertad propio de la época. Consecuentemente X acoge una estética que tiene el cuerpo físico del actor en el punto de mira, sin dejarse arrastrar por fórmulas de autoconciencia que evidencian que algo se ha perdido y es imposible que regrese.

La pareja de abuelos, el gran acierto de la cinta, encarnan la madurez del género, son unos Bonnie and Clyde entrados en edad y con una consideración pesarosa a la par que voraz de lo que representa para ellos el deseo. Porque X es caprichosa, visceral y celebra por todo lo alto la erotización de lo violento y lo sexual a través de la materialización del deseo. Y este último se orienta desde una mirada que consume y marchita la carne, insistiendo en que no es algo que el ser humano pierda, sino que hace que el ser humano se pierda. El deseo le enloquece, y con más razón si debe afrontar la irrevocable finitud del glamour de la juventud. Por ende, no estamos ante una película crepuscular pero sí lunar, puesto que vehicula una suerte de conceptos muy interesantes asociados a nuestra condición.

Reflexiones aparte, este crítico casi aplaude cuando Ti West incorpora la cámara subjetiva para una escena en una estancia, celebrando una de las grandes aportaciones de John Carpenter en cuanto a dirección cinematográfica e identificación subjetiva del espectador. Porque como bien espeta un personaje, «los viejos hábitos nunca mueren».

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