Una relación abierta (Brian Crano)

No es la primera vez que la traducción de un título te hace pensar en la intecionalidad de los responsables, un acto inocente de reflexión a la salida de una sala de cine o al apagar un televisor por el hecho de cambiar completamente su sentido inicial. Ocurría con Mon roi (la película de Maïwenn Le Besco), cuya traducción literal sería ‹mi rey› y que aquí se titulaba Mi amor, un título con trampa, ya que en el mismo póster la «r» estaba impresa en otro tono, enfatizando esa idea de amo, de dependencia, que se adivinaba tal y como avanzaba el film. Es totalmente opuesto el resultado en Permission, donde ya nos avisan que se necesita un consentimiento para lo que pueda ocurrir, un consenso al menos, algo que implica a dos personas. Por contra, en España se ha elegido el título de Una relación abierta, que aunque requiera un acuerdo previo, parece que hay una libertad implícita, una ausencia de explicaciones de lo que ocurra en cama ajena cuando se vuelva a la «conyugal».

Es por eso que hay que pensar en la intención de ese ligero cambio, ese punto de no dependencia que se ha querido añadir ya desde un inicio para invitar a masas a ver la película de Brian Crano. Es quizá una necesidad ahora mismo lo de mostrar la emancipación en la propia convivencia, lo del «primero yo y luego consensuar sin romper los derechos ajenos», o buscarle tres pies al gato.

Una relación abierta tiene otras miras, además de posicionar al individuo más allá de la pareja. Es confirmar que da igual cómo de corto sea el pelo de Rebecca Hall o cuántos abrigos lleve combinados con una misma bufanda, si siempre va a resultar encantadora por su arrolladora capacidad de mutar; o que Dan Stevens vive entre la rectitud marcial de The Guest y el complejo oculto en Colossal y la amalgama de posibilidades que eso aporta. Es buscar la química ecuacional que une y a la vez separa a una pareja vieja antes de nacer, por eso de la rutina. Es algo sobre madurar, y muchos neones decorando.

El director se empeña en dar un punto de partida demasiado conocido y convencional a otra historia de amor. Quiere convencernos desde sus primeros planos que el hábito y la repetición consolidan la convivencia de los protagonistas y por el mismo motivo mete el conflicto como una pequeña bomba de humo en una situación forzada: nunca habéis probado a estar con otras personas.

Ya se sabe que la duda ofende y al mismo tiempo la curiosidad es poderosa, así que poco a poco parece una posibilidad plausible la de probar, conocer y finalmente cuestionar la comodidad. Para ello Brian Crano se apoya totalmente en la escenografía, la iluminación y el vestuario para dar forma a su discurso. Porque no paran de hablar parejas, amigos o desconocidos, no dejamos ni un minuto de ver interaccionar personas para crear un estímulo concreto en el espectador, y aún así son esos detalles los que terminan confirmando un estilo, un diálogo que baila con la música y crea nuevas palabras, secretos que ni los implicados todavía atisban, pero que son bastante previsibles.

Aún así Una relación abierta crece a cada paso, cuando más frágiles se muestran las relaciones más valoramos los cambios que van mutando su parecer. Siempre pienso en Stalker —no quiero ni de lejos relacionar película, solo sensaciones— cuando veo que nuestros más oscuros deseos, esos que simplemente intuimos pero no conocemos, en ocasiones nos asustan lo suficiente como para seguir forzándonos a no conocerlos. Veo ese impás en el film, ese momento en que una no sabe hacia dónde avanzar (es Anna, el personaje de Hall, el que parece emancipar su mente con mayor soltura y dramatismo a la vez), pero hay altas presiones que obligan a elegir un camino, nunca se sabe si satisfactorio. Es lo que se agradece de una película en la que se habla de amor, familia y pasión, que la inseguridad es lo que parece empujar el mundo y siempre hay una forma de agarrarse a ella, con humor o drama —el director no se decide por el ritmo y utiliza ambas opciones—. Hay una línea difusa entre lo que debes y lo que quieres y yo sé lo que quiere Anna antes que nadie —a los implicados me refiero—, pero me interesa ver lo que descubre de sí misma; los personajes masculinos en cambio caen en saco roto, no son mucho más que marionetas que sirven para salvar una de las múltiples historias. Esto es quizá lo que consiga enamorar a unos, pero también corre el riesgo de no convencer a una mayoría del normalismo en el que vive Crano, más allá de sus filias cromáticas y lumínicas.

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