Strangerland (Kim Farrant)

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No es difícil realizar una asociación directa entre el árido paisaje australiano y la coexistencia de una sociedad apocada a comprender que el pacto entre hombre y naturaleza sellado por un reinado inevitable no es sino parte de su misma esencia como pueblo, como tierra. Es quizá por ello que en el debut en largo de Kim Farrant el traslado de una familia aparentemente de ciudad a un pequeño pueblo no es del todo casual, pues es precisamente ese acto el desencadenante y motor de una acción que, si bien es cierto viene condicionada por un velado y turbio pasado familiar, siempre tiene tras de sí la omnipresencia de esa población, de sus personajes y, en especial, de su interminable paraje desértico. Es ese paisaje, pues, lo que funciona como epítome de lo insondable, de una búsqueda (personal) imposible haciendo crepitar un drama difuso por la presencia de un presente dispuesto a dejar atrás cualquier trauma pasado. Un drama que sin embargo siempre levita sobre ese seno familiar, y se diluye en diálogos mínimos, pequeños apuntes —la ausencia de un espacio compartido por los progenitores, el dedo acusador de un hermano pequeño superado por la situación, etc…— y, finalmente, consecuencias de un acto predecible pero percutor, capaz de desarmar y arrojar al vacío a dos padres superados por sus propias decisiones e incluso por actos imprevisibles, inacatables en cualquier otra situación.

En el epicentro del relato nos encontramos con una mujer, irreconocible y fuera de sí, que no ejecuta sino esa búsqueda como motor para desechar cuentas pasadas, y lidiar con un fuero interno desapacible, áspero e invisible hasta ese momento. Una madre desbocada, pero también una madre que sabe tener que afrontar de modo inevitable esa etapa, ya sea logrando una reacción en la extinta actitud de su marido, reuniendo fuerza y valor suficientes para cruzar el estéril terreno que rodea ese pueblo, o incluso yaciendo desconcertada en medio de una situación emocional que hace tambalear no sólo los cimientos de su propia existencia, sino también de un núcleo familiar necesitado de esa búsqueda de soluciones y respuestas siempre rehuidas —ya sea dejando atrás los problemas para instaurarse en un estado de falso bienestar o evitando acometer veredictos sobre lo ocurrido a toda costa—.

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Kim Farrant desarbola un tejido dramático extraño, sobre el que no circula una linealidad impuesta donde las circunstancias tengan un peso específico sobre las consecuencias. En definitiva, el drama familiar no existe como tal, subyace en la superficie como atolladero de una situación compleja, pero jamás sobreviene, algo que la cineasta australiana emplea para desnaturalizarlo. Lo escinde así para hacer partícipe al espectador de la situación desarrollada en ese núcleo familiar, incluso buscando evitar que los vasos comunicadores no entablen tal relación y su ya de por sí quebradiza situación quede reflejada en un proceso de búsqueda inabarcable. El retrato dramático deviene de este modo algo insual, donde las vías desarrolladas trazan un eje mediante ese trayecto interno como nexo central a partir del que comprender un arco esquivo, atípico.

Esas características son las que precisamente socavan el poder de Strangerland más allá de la imagen o la fuerza interpretativa: su carácter dramático queda mermado, e incluso ese paraje remoto en el que nos introduce Farrant se aleja paulatinamente del espectador por mucho que pueda ser comprendido desde un plano distinto. Pero es desde uno de sus handicaps centrales, donde el debut de la «aussie» obtiene su razón de ser, y es que si bien la entidad del paisaje australiano, aquello que confiere en cierto modo una naturaleza intrínseca al país oceánico, ya había sido divisada anteriormente por cineastas como Ted Kotcheff o Nicolas Roeg —entre otros— en las respectivas Despertar en el infierno o Walkabout, con Strangerland obtiene un valioso anexo inferior por dirigirse a una condición más terrenal, más palpable. Así lo comprende una Nicole Kidman que nos regala alguna de las escenas más poderosas de su pasado más reciente, entendiendo a la perfección la propuesta de Farrant y fundiéndose en ella, como si no hubiese límites o barreras, y aceptar ese paisaje no fuese otra cosa que parte de un todo para comprender su propio sino.

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