Sesión doble: The Drunkard (1950) / Con los ojos cerrados (1969)

El alcohol y la familia, un complemento que se une por sí solo y que tan buenas historias ha dado en el cine, nos trae dos clásicos como la griega The Drunkard (1950), de Yorgos Javellas y Con los ojos cerrados (1969), de Richard Brooks. Hombres, mujeres y esa botella llena de paz para sus protagonistas.

 

The Drunkard (Yorgos Javellas)

The Drunkard

Yorgos Javellas fue sin duda uno de los maestros del cine clásico griego. Poseedor de una mirada que conectaba con acierto el desgarro mediterráneo con el virtuosismo narrativo característico del cine estadounidense, sus portentosas aportaciones al género melodramático producidas en los años cincuenta dieron fe de la pericia y el talento de un autor de profunda inspiración literaria que supo tejer gracias a su inspirado aprendizaje artesanal una serie de obras de tono melancólico y depresivo que se alzan en realidad como cuadros deformados que manifiestan la picardía, expectativas, miserias y derrotas inherentes en los integrantes de las clases populares de la sociedad helena de mediados de siglo pasado.

En este sentido, The Drunkard fue el primer éxito de crítica y público de Javellas, constituyendo por tanto el punto de partida que marcaría el estilo y esa forma de entender el arte propia del realizador griego. La película narra la historia del señor Lardis, un viejo zapatero sumergido en el alcohol debido a una depresión motivada por la muerte de su hijo en las trincheras de la II Guerra Mundial. Así, convertido en un simpático borracho, Lardis será víctima de las burlas de los habitantes del pueblo adoptando el apodo de El químico en virtud de su aptitud para la cata desenfrenada de vino en las distintas tabernas que plagan las calles de la pequeña villa mediterránea que habita. Su enfermedad etílica acarreará que el viejo Lardis tenga abandonada a su hija Anna, una bondadosa descendiente que ha renunciado al amor y a su felicidad en aras de tratar de curar la adicción y melancolía que padece su progenitor. Anna comenzará a trabajar en la empresa de un adinerado empresario vinícola que lleva por bandera el hecho de no probar el alcohol a pesar de ser su fuente de riqueza, y con el que el ingenuo Lardis mantiene una relación más que tirante. Fruto de este nuevo desempeño laboral Anna conocerá al primogénito de su jefe, un joven irresponsable y juerguista que abandonará su vida displicente para tratar de conquistar el amor de la bella hija de El químico. Pero una barrera obstaculiza el nacimiento del amor: la vergüenza que significa para Anna presentar a su pretendiente la personalidad que define a su padre, esta es, la de un borrachín en continuo estado de embriaguez que se enorgullece de gozar del título de borracho del pueblo.

Javellas traza a partir de una sinopsis que presenta cierta derivada folletinesca un melodrama ejemplar y perfectamente construido, donde sobresale la interpretación de Orestes Makris bajo el disfraz de ese beodo inconsciente que oculta bajo la máscara de la alucinación etílica a un melancólico incapaz de soportar el dolor existencial de la pérdida de su hijo. El director de The counterfeit Coin transmite una fabulosa capacidad descriptiva y emocional, componiendo un film admirable desde el punto de vista técnico gracias un engranaje que combina hipnóticamente unos espléndidos y luminosos planos exteriores puramente mediterráneos con una preciosista puesta en escena filmada en espacios interiores donde la cámara de Javellas se mueve como pez en el agua extrayendo la esencia de cada interprete con el sencillo recurso de fijar el objetivo del aparato justo en el punto preciso para centellear la emoción.

Pese a que ciertos pasajes del film pueden ser calificados de excesivamente sentimentales, la cinta hace gala de una perfecta combinación de comedia costumbrista con ese drama desgarrador desencadenante de las más profundas pasiones y emociones innatas en el ser humano (imposible no echar una lagrimita en el tramo final del film), convirtiendo de este modo a The Drunkard en una película especial que no pasará desapercibida para esos cinéfilos inquietos eternos buscadores de pepitas de oro.

Escrito por Rubén Redondo

 

Con los ojos cerrados (Richard Brooks)

Con los ojos cerrados

La displicencia del matrimonio. Cuando propuse el tema del alcoholismo, más que en un problema a tratar, dirigí mis pensamientos hacia aquel que bebe estando ya de vuelta de todo, cuando la palabra dignidad carece de significado y la vida importa tan poco como aquel que se para a beber al lado. El borracho y sus ideales de pérdida.
Si las historias de borrachos siempre tienen ese aire triunfante gracias al despojo de todo lo que suene a quererse a uno mismo, dedicarles una sesión doble era lo mínimo. Pero por eso de variar, me decidí por los otros expertos en etilidad, los aburridos de todo lo que les rodea, y una mujer era el punto de atención que faltaba, así que Con los ojos cerrados fue la elegida. Nuestra actividad panfletaria favorita es quejarnos de lo poco acertada que estuvo la traducción o interpretación de tal o cual título, y no podía ser aquí de otro modo, ya que, una vez vista, eso de The Happy Ending se me antoja perfecto para la sintonía de este film.

Ese final feliz es el inicio de la película en realidad, pues cada cuento leído, cada historia escuchada promete que tras un amor como los narrados viene una boda llena de dicha y una felicidad hasta el fin de los días. Pero no, la realidad siempre supera cualquier expectativa.

Aquí tenemos a Jean Simmons, la mujer elegante y de buena posición que encuentra la pizca de emoción que cualquiera necesita en camuflar el contenido de una botella de Smirnoff en uno de sus preciados recipientes de perfume para vaporizar su pecado secreto. Es cierto, el aburrido es el borracho más fiel. Escondida en esta historia encontramos las pretensiones reales de su director, Richard Brooks, quien con absoluta destreza nos transporta en una melancólica y clara aventura hacia el adiós a la confortabilidad de un hogar desgastado, un mal común que con sutileza arroja a la bella dama a odiar todo lo que le rodea.

Simmons, magistral como sólo ella podía, mueve a su personaje entre el cinismo y la nostalgia, sin previsión de doblegarse a los pies del llanto, y convierte su huida de madre y amante importante para nadie en una serie de encuentros con secundarios clave que compartiendo sus realidades (ninguna perfecta ni asociada a lo que se espera del buen samaritano americano, con entrometidos, adúlteros y vividores, a cada cual más oportuno) nos llevan mediante flashbacks a las verdaderas razones de tal situación, y esta no es una dramática escena de celos, golpes u ofensas, es simplemente algo que mina a cualquier persona, ese final feliz prometido que con los años ha quedado relegado a un «quizá mañana».

Con intención de quebrar la estudiada apariencia de ama de casa perfecta, Brooks somete a cada mujer que aparece en la película en un producto de exposición, traducción de lo que debía ser para la época una mujer diez, ya sean eslogans que aconsejan, píldoras que retienen o frases lapidarias que finalmente esconden a la mujer y dan paso a lo que el hombre percibe con sus ojos. Un «siempre como diamantes para tu hombre» es tan falso como un matrimonio de camas separadas que celebrar cada año como un ritual de renovación.

Entre apariencias y vodka encontramos un vivaz encuentro con la madurez y todo lo que ello conlleva. Más allá de la opción de sentirse florero o conservar una ilusión, la película finaliza con una de esas preguntas difíciles, que no necesitan una respuesta para comprender su verdadero significado.

Plena la expresión de su mensaje, aunque el alcohol sea una pequeña vía de sutileza y no una clara bajada de pantalones, sigo con lo mío, amarrarse a la botella no será la solución elegante que todos esperan, pero qué buenas pérdidas de significancia aportan a nuestras comúnmente aburridas existencias. Beban amigos, y no se pierdan este gran descubrimiento.

Escrito por Cristina Ejarque

 

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