Sesión doble: La noche del terror (1981) / La serpiente y el arco iris (1988)

El cine de bajo presupuesto más zombie llega a la sesión doble con dos títulos de lo más variados para disfrutar en toda la extensión del (sub)género. Primero, dirigiéndonos a tierras italianas, donde Andrea Bianchi dirigía a inicios de los 80 su La noche del terror, y sin cambiar de década, pero situándonos ya al final de la misma, visitando uno de esos títulos a rescatar de Wes Craven con La serpiente y el arco iris.

 

La noche del terror (Andrea Bianchi)

Tres parejas, de lo más variopintas, arriban a una vetusta mansión invitadas por un viejo investigador del mundo etrusco para pasar un agradable fin de semana. Lo que no saben es que el veterano profesor ha sido previamente devorado por una partida de zombis que ha despertado de su cementerio.

Esta sencilla premisa fue la excusa perfecta para montar una película de zombis de serie Z a la italiana de la mano del especialista del ‹exploitation› de aquel país Andrea Bianchi. Cierto, no nos encontramos ante una película muy currada ni en cuanto a efectos especiales, ni en cuanto a guion, ni (por supuesto) en cuanto a estudio psicológico de los siete personajes protagonistas. A diferencia del cine de George Romero, clara referencia de La noche del terror y otras cintas de género zombi de los 70 y 80 gracias al pelotazo que fue Zombi, aquí no hay una soterrada crítica a los vicios de la sociedad y del ser humano. A Bianchi solo le interesa construir un divertimento de bajo coste con el fin de que el espectador de la época comprara una entrada para ver imágenes turbias, chabacanas, grotescas, sanguinarias y putrefactas. Su objetivo era claro, seguir viviendo de hacer cine cutre, se nota que se lo debía pasar de puta madre durante los rodajes al no tomarse demasiado en serio su profesión.

Bianchi supo dar a su público lo que esperaba. Un festival de vísceras, zombis hambrientos de intestinos, cerebros y riñones comprados en una casquería de barrio por cuatro perras —incluso he llegado a creer que las pudieron recolectar gratis yendo al mercado pidiendo el género que tenía vencida la fecha de caducidad—. Una trama que no se sostiene por ningún sitio, unos actores estrafalarios que apenas recitan el nulo guion trazado y una atmósfera malsana que derrite algunos puntos que deleitarían a Fernando Arrabal como esa extraña relación materno filial entre una madre y su hijo adolescente Michael (si bien el actor que interpretaba al chaval creo que superaba los 30 años) que sirve para verter ciertos momentos edípicos ciertamente bochornosos, con muerte incluida de la madre a manos de un Michael ya convertido en zombi que parece añorar su época de lactante.

No falta ese erotismo tan de la época, de hecho la presentación de las tres parejas protagonistas se hila con un polvo de cada una de ellas nada más llegar a la mansión. Ni tampoco se echa de menos unas muertes extremadamente violentas, como la del padrastro de Michael a manos de una turba de zombis, o la de la institutriz de la mansión literalmente despellejada y comida a trozos por los zombis. Ni menos aún esa música sintética tan machacona y repelente.

Pero qué quieren que les diga, para mí La noche del terror es una pieza truculentamente juguetona y retorcidamente divertida. Un delirio genial. La obra de un enfermo para quien el cine es un medio de hacer dinero. Uno de esos juguetes que te regalan tus padres de bazar de todo a 1 euro que te acaban gustando más que cualquier pieza de Mattel o FEBER. Yo me lo pasé fenomenal visualizando las enfermas creaciones de Bianchi, sus escabrosas escenas, sus intenciones perversamente disparatadas (esa escena de Michael cariñoso con su mamá es mítica) y su gusto por lo sórdido. Y es que para un servidor, La noche del terror es una joya de esas que te hacen gozar observando a esos zombis liarla parda allá por donde les invocan.

Escrito por Rubén Redondo

 

La serpiente y el arco iris (Wes Craven)

Dos son las aspectos que confieren, ni que sea a nivel teórico, especial relevancia a La serpiente y el arco iris. Por un lado realizar una película de zombis en un momento en que el género, más allá de El día de los muertos de Romero o El regreso de los muertos vivientes (y su secuela La divertida noche de los zombies), era entre intrascendente o directamente inexistente. Por otro, retomar el asunto no a través del zombi moderno “romeriano” sino volviendo a la tradición del vudú y la “zombificación” al modo haitiano.

Con ello no es que Craven se acerque el modelo paradigmático de Tourneur, aunque si pone sobre el tapete temas como el colonialismo o la explotación comercial, no. De hecho el film de Craven, aunque sustentado por estas subtramas político-económicas, es más una película de terror a la antigua usanza, basada en lo atmosférico y psicológico que en una sucesión de ‹jump scares› o de desparrame sanguinolento.

Lo mejor del film, sin embargo, es su vocación de realismo. La idea de que, aún con todos los elementos sobrenaturales sobrevolando el metraje, lo que realmente genera más tensión (hablar de miedo sería quizás exagerado) es la sensación de credibilidad, de que en el reinado del terror del dictador haitiano Jean Claude Duvalier todo era posible. Así pues, al igual que el terror y la política quedan mezcladas esto tiene una traslación en las imágenes.

Si, como bien decíamos, se trata de una película con vocación naturalista, casi antropológica, sus devaneos de género acaban plasmados en una serie de secuencias oníricas y/o alucinatorias que se engarzan de forma orgánica con el mundo de lo realista. No obstante, a pesar de lo oportuna, y de la corrección formal en que se ejecuta, cabe decir que no todo acaba por funcionar. Sobre todo en el hecho de que en ningún momento, a pesar de la narración pesadillesca, uno siente verdadero terror, y mas cuando o bien queda delimitado explícitamente lo que es real y lo que no porque se abusa en demasía como recurso, durante todo el metraje, del ‹deus ex machina› salvador. Cosa que hace perder cierta tensión por el devenir del protagonista (un Bill Pullman sorprendentemente fino en su interpretación).

Es por ello por lo que podemos calificar al film de Craven como una obra interesante, por momentos hipnótica, que funciona perfectamente a nivel descriptivo de un lugar y un momento, así como manual para entender ciertos ritos y alejarlos de lo supersticioso o del cliché cinematográfico y folklórico del vudú. La contrapartida, sin embargo, la encontramos en una ausencia importante de los elementos propios del cine de terror. Al fin y al cabo, cuando lo que da más miedo es la intrahistoria política que lo sobrenatural, es que el propósito último no acaba de resultar exitoso. A pesar de ello, y a pesar de ser un título poco reivindicado de Craven, es una muestra perfecta de estar ante un director que demostraba estar más que capacitado para desarrollar productos más allá del terror. Una película que quizás no cumple todo lo prometido pero que es apreciable en cuanto a su ambición y originalidad.

Escrito por Àlex P. Lascort

 

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