Philomena (Stephen Frears)

Philomena

Cuando uno piensa en Stephen Frears, piensa en elegancia. En sofisticación. En alegría a lo obvio. Destacados compañeros de oficio británicos como él optaron por la especialización tomando el drama de época (James Ivory) o el realismo social (Ken Loach), géneros y temáticas que el primero ha conjugado durante toda su carrera. Así, podemos pensar en su figura en términos de Las amistades peligrosas y The Queen tanto como de Liam o Tamara Drewe, respectivamente. Esto no hace sino sumar enteros en la versatilidad que en el imaginario colectivo de la cinefilia europea e internacional habita respecto a este veterano director.

Su tendencia a la comedia negra que otorga de forma inherente cierto tipo de drama, como bien inglés, es un atributo tangible en sus películas. Tutoriza el psicoanálisis de sus personajes y simplifica la carga más aversiva y corrosiva que sus relatos desprenden, en un fluir de armonía e igualdad. Así se entiende Philomena, el último trabajo estrenado del director en el que ha puesto, como nunca y a la vez como siempre, toda la carne en el asador en su pretensión por desarmar las categorías más formales y postizas de los géneros, fusionándolos y otorgando relevancia a su tan distinguido estilo.

Con ello logra que esta historia basada en hechos demasiado reales no caiga en el evidente cliché de la impostura y la evidencia, sino que remite a unos valores que, empleando buenas artes, pueden llegar a cautivar tanto como a redimir. Frears es ayudado en este cruce de caminos sobre ajustes de cuentas con la memoria y el pasado por dos personalidades en estado de gracia: Steve Coogan y Judi Dench. El primero, involucrado en el proyecto con las tripas colgando, pues asume no solo la interpretación sino también la producción y el guión. Este segundo, especialmente tratado por el actor, que introduce un acertado carisma irónico a la desatada caja de Pandora, cuya deuda histórica para con personas que aún viven para contarlo constituye uno de los crímenes más abyectos de que se puede tener constancia.

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La veterana actriz, por su parte, reúne todas sus dotes teatrales para proyectar un estudio de composición de personaje; un ejercicio de comprensión, comunicación y escucha a su desdoblamiento en la ficción, consiguiendo el milagro de la asunción corpórea y espiritual entre intérprete y carácter. Dench hace aquí un tour de forcé metamórfico y camaleónico, conduciendo la película y llevando la batuta de las emociones. Nos hace transitar de la risa al llanto con sutileza y entereza, esquivando el maniqueísmo. Ambos actores actúan con total frontalidad y sinceridad, derivando el drama intrínseco en ramificaciones de humor y en conversaciones tratadas con una excelente minuciosidad y reflexión.

La construcción de la relación entre sus protagonistas se entronca en la aceptación de la teoría cinematográfica más pura referida al guión, que asegura que estos cooperadores mutuos y necesarios funcionan con mayor brillantez cuando sus modos de ver la vida y el mundo son radicalmente diferentes. Es en este punto donde se enfrenta la disparidad generacional y la transmisión de identidades que nutre el apego humanista que la cinta desprende con notable sencillez. Agradecido resulta que Frears, en su dirección coral, haya evitado el tremedismo en pos de favorecer la inteligencia del espectador, sobre una base argumental que recuerda a la contenida virulencia que desplegó Peter Mullan en Las hermanas de la Magdalena. Ambos directores utilizan el soporte celuloide para tratar de aproximar toda una serie de tropelías que tan solo los afectados recuerdan, si bien actúan como liberalizador de conciencias para aquellos confusos anónimos que creen dar por sentada una realidad equivocada y humillante.

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