Pequeña flor (Santiago Mitre)

Vida, muerte y resurrección

El mismo año del estreno de la celebrada Argentina, 1985, el director argentino Santiago Mitre ha presentado una nueva película —acompañado en la escritura del guion de ambos filmes por el prestigioso Mariano Llinás—, en este caso, con un registro completamente diferente. Se trata de Pequeña flor, basada en la novela homónima de Iosi Havilio. Una comedia negra con tintes románticos que, de entrada, podría distinguirse como una curiosa mezcla entre las aproximaciones a las relaciones de pareja de Woody Allen y la exploración del humor absurdo de Quentin Dupieux. No obstante, su interesante punto de partida, por más que intente camuflarse con un guion aparentemente sofisticado, adolece de una evolución previsible y una puesta en escena más bien insulsa.

La premisa inicial parece algo simple: José (Daniel Hendler) es un dibujante de cómics argentino que se acaba de mudar a Francia con Lucie (Vimala Pons), su pareja, que procede de allí. Los problemas en la relación no tardan en aflorar una vez José se queda sin trabajo y, durante el día, debe hacerse cargo de su hija recién nacida mientras Lucie trabaja en exceso en un periódico local por culpa del cual decide ir a una peculiar terapia psicológica. Sin embargo, en un gesto atrevido y sorprendente, a la media hora de relato, se introduce un elemento fantástico relacionado con la resurrección (literal) de uno de los personajes secundarios, quien, de hecho, como se indica en la primera secuencia, está narrando la historia en voz en off.

A través de esta idea se desarrolla una posible resurrección emocional entre José y Lucie. Una especie de reactivación en su monotonía familiar con la que Mitre y Llinás, por momentos, apuntan, ingeniosamente, a la necesidad de desatar aquellos impulsos escondidos en el interior de la naturaleza humana. Un deseo de liberación de ese lado animal que, por un lado, haga más soportable la deprimente cotidianidad del día a día de una clase media estancada en los límites de sus aspiraciones económicas y sociales; pero, por el otro, exteriorice los miedos que les impide ver más allá de unas ambiciones meramente materiales.

Ahora bien, como también ocurre en la ya citada Argentina, 1985, Mitre desperdicia un material argumental y temático provechoso porque prefiere reabastecerse bajos los estándares narrativos y escénicos del género, en el primer filme, los del thriller judicial de corte hollywoodiense, en Pequeña flor, los de la comedia romántica europea. Pese a demostrar que los domina sin problemas, estos quedan limitados por culpa de una falta de creatividad visual latente durante gran parte del metraje, acentuada por torpes soluciones de un montaje picado que aceleran inútilmente el ritmo de la cinta, pero no aportan la economía narrativa necesaria en una historia que termina dando vueltas sobre sí misma.

A fin de cuentas, es como si Pequeña flor, a diferencia de uno de sus personajes o de la relación entre José y Lucie, que reviven una y otra vez a lo largo de la película, muriera pasado su ecuador… y Santiago Mitre nunca pudiera resucitarla.

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