Nuri Bilge Ceylan… a examen

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Kasaba se abre y se cierra con dos imágenes preñadas de misterio: el conmovedor primer plano de un hombre cuya sonrisa se ensombrece enigmáticamente, y la mano de una niña sumergiéndose, de forma temerosa, en las plácidas aguas de un río (símbolo ancestral del discurrir azaroso de toda existencia). Hay más elementos en la película que remiten a algo oculto e indescifrable, así como indescifrable (por compleja) acaba siendo la propia vida. Figuras alegóricas (la tortuga agonizante) y un paisaje que su director filma con esa extraña tranquilidad ya presente en el cine de Tarkovsky (la hierba y los árboles mecidos por el viento, por ejemplo) se combinan para definir un territorio duro y hermoso, castigado por una climatología severa y por una ausencia notable de oportunidades. Bilge Ceylan, que es ante todo un magnífico observador, capta lo arduo de este paraje y de las exigentes condiciones de vida de sus habitantes en una escena introductoria que es una suma de pequeños detalles bellamente plasmados en pantalla, con un puntillismo formalista (cada plano parece no sólo estudiado obsesivamente, sino labrado con una intensidad fuera de lo común) francamente asombroso. Casi podría decirse que el filme apuesta por una narración ‘sin narración’, mediante un encadenado impresionista de gestos e imágenes que van creando atmósfera y definiendo el tono meditabundo de la película, en un estilo naturalista y contemplativo cercano al del cine documental.

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Salvado este tramo, su autor se pliega a una estrategia narrativa bastante arriesgada, consistente en situar el centro dramático de la función en una larguísima conversación que la familia protagonista mantiene alrededor de una hoguera. En este punto, el filme ya ha hundido las manos en el terreno del drama familiar, pasando a exponer el sentir de cada uno de los miembros del clan en tanto que figuras férreamente ancladas a un paisaje determinado. De este modo, Bilge Ceylan explora el sentido de pertenencia a la tierra, habla de la nostalgia, del presente y del futuro del país, pero sobre todo de un pasado marcado por el esfuerzo, la dedicación a la familia y el sentimiento de desarraigo que germina cuando uno está fuera del lugar que le vio crecer (no parece casualidad que la cinta esté dedicada a los padres del director). Su lenguaje abiertamente lírico (el texto se oxigena con poderosos planos detalle, planos largos, etc.) transmite con mayor emotividad los matices de un discurso complejo en el que el pesimismo y la crítica social (representados, básicamente, por el personaje desencantado del sobrino) conviven con el sentimiento de pertenencia y de amor a una tierra no por dura y difícil, menos digna de estima y cariño. Los diferentes personajes intercambian, así, reflexiones dispares en torno a la precariedad de la educación, la dignidad laboral, la migración, la familia y el sentido último de todo ello, cuajando un discurso poliédrico y abierto que, en última instancia, da cuenta de la forma de vida que rige en las zonas rurales de Turquía, así como de las ansiedades y preocupaciones de una nuevas generaciones incapaces de lidiar con un entorno que les pone las cosas tan cuesta arriba.

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Kasaba, no obstante, tiene sus inconvenientes. El fundamental es que, cuando su autor traslada el peso de la imagen a la palabra, la narración se resiente notablemente. Mediada la película, ésta no puede escapar de cierta sensación de monotonía y hastío, conforme sus personajes no paran de parlotear. Bilge Ceylan, que en los mejores momentos de la función parece contemplar el mundo como si lo descubriera por primera vez (equiparando su mirada, quizá, a la de los infantes del filme), pierde pie cuando intenta retratar ese núcleo familiar que sirve de acceso al conocimiento sobre la realidad rural del país. Este desequilibrio entre la faceta puramente visual y la dialogada intenta mitigarse a través de recursos narrativos (los breves episodios oníricos que  revelan los temores y curiosidades que pueblan el mundo interior de los pequeños; el flashback del sobrino, capaz de aprender a amar su tierra precisamente cuando la abandona) inteligentemente incorporados por el autor de Lejano, a lo que habría que añadir la presencia invisible del hermano muerto, resorte que hace saltar los rencores acumulados y los muchos sentimientos encontrados que los personajes adultos abrigaban calladamente en su pecho. Por todo ello, puede concluirse que Kasaba es un debut irregular pero interesante, sensible en su retrato del paisaje y humilde en su exploración de la emoción humana. Que Bilge Ceylan aún esté algo verde en su faceta de narrador es secundario; lo importante es que, detrás de la cámara, ya asoma ese gran cineasta en ciernes que sus títulos posteriores parecieron corroborar.

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