Nuestros días más felices (Sol Berruezo Pichon-Riviére)

En los últimos tiempos las relaciones intergeneracionales han tomado el foco en distintas películas, abordando los vínculos entre padre e hijos y cómo los cuidados los mediatizan. La española Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022) lo hacia subvirtiendo los roles a mitad de relato entre una joven que afronta con dificultades la maternidad y sus padres, que la acogen en la casa familiar. La francesa Petite maman (Céline Sciamma, 2021) introduce un elemento fantástico que permitía a la niña protagonista explorar el pasado de su madre y el duelo a través de la amistad con otra chica de su edad. Como una especie de híbrido entre ambas aparece la argentina Nuestros días más felices (Sol Berruezo Pichon-Riviére, 2021). Ágatha (Lide Uranga) es una mujer de 74 años que vive con su hijo Leónidas (Cristián Jensen) de 36 en una relación de dependencia, que le ha impedido a ella reconstruir su vida al hacerse adultos sus hijos y a él desarrollarla en plenitud. Los problemas de salud más allá de los asociados a la edad surgen de repente como una amenaza inmediata y, de un día para otro, Ágatha aparece convertida en una niña de 8 años —interpretada por Matilde Creimer Chiabrando — .

Más allá del aparente efectismo de este recurso, la idea se perfila como una metáfora muy directa sobre la transformación de los roles de nuestros progenitores con el tiempo, según envejecen. De personas que han basado gran parte de su existencia en cuidar a sus hijos, pasan en cierto momento a depender de los cuidados de ellos. Una situación que no es fácil de aceptar para ninguna de las partes implicadas. Esto es lo que le interesa desarrollar discursivamente a la directora y lo captura desde una perspectiva naturalista, cámara en mano, con la acción teniendo lugar principalmente entre las paredes de la casa que aprisiona las aspiraciones de su hijo de salir a conocer mundo y a sí mismo, o de mantener relaciones amorosas. Para Leónidas ver a su madre convertida en un ser que requiere supervisión y atenciones constantes también trastoca por completo su mundo. A ellos se incorpora su hija Elisa (Antonella Saldicco), que se había emancipado y regresa al hogar ante esta crisis familiar. La dinámica entre ellos, un pasado del que no se habla y queda en el fuera de campo, los silencios y la soledad que definen los anhelos por cumplir de todos ellos o la enfermedad que ha invadido el cuerpo de Ágatha marcan de manera invisible sus dinámicas.

Las fotos y los viejos recuerdos que atesoran las distintas estancias de la casa, la obsesión de su hijo por un lejano país que nunca ha visitado y los mensajes de filosofía barata que un gurú de autoayuda (Claudio Martínez Bel) comparte por televisión acaban de configurar una atmósfera extraña, de un relato que se percibe fuera del tiempo. El tono se contagia de un punto cómico que potencia la presencia del realismo mágico en la cotidianidad de los personajes. El tratamiento del humor y de la estética —a través de la iluminación y los colores— o la distancia irónica hacia sus personajes (trabajada con la cámara y los planos sostenidos) parecen cercanos a producciones del cine independiente estadounidense como las de Miranda July o Todd Solondz. La utilización de materiales, el ‹collage› y los montajes musicales tienen reminiscencias de cintas como Beginners (Mike Mills, 2010), que también abordaba la relación paternofilial, la pérdida y el reconocimiento del padre del protagonista a su propia vida y autonomía en sus últimos años a través del descubrimiento de facetas desconocidas para su hijo. Nuestros días más felices se establece así como un estudio de la delicadeza de las redes afectivas, aquellas que nos unen con nuestros seres queridos, nos sostienen y apoyan para tomar impulso y arriesgarnos a vivir, pero que también condicionan nuestras posibilidades de encontrar la felicidad.

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