Les garçons sauvages (Bertrand Mandico)

¡Oh!, que si Toulouse-Lautrec pintaba sus escenas de noche ciego de absenta, que si Jack Kerouac escribió En el Camino en unos pocos días con puestón de anfetaminas…bla, bla, bla. Gilipolleces. ¿Acaso tienen más mérito que el de plasmar en caliente unas emociones inducidas esquivando el arrepentimiento del día después acerca de lo creado? Sin embargo, es gracias al Cine que emergieron una serie de artistas que dan una vuelta de tuerca a todo esto, y es así por la sencilla razón de que, al tratarse este arte de un proceso a medio o largo plazo, se necesita de algo más que el simple efecto instantáneo —y de duración mucho más limitada que la que requiere el desarrollo de una película— y del representar no mediado —no es tu mano única e individual la que hace el ejercicio, sino un equipo— de la droga para crear una obra alucinada y con el carácter ensoñador que se deriva de él. Es decir, que esta serie de autores que nos ofrecen este tipo de Cine no hacen desde, sino que ‹son› el estado alterado de conciencia en sí mismo. Bertrand Mandico (que pertenece a ese tipo escaso de directores, entre los que se cuentan nombres como Béla Tarr y Albert Serra, en los que apariencia o ser para los demás y obra cuadran entre sí) es uno de ellos, y su primer largometraje, Les garçons sauvages, es un ejemplo muy logrado de ello.

Les garçons sauvages narra la aventura de unos jóvenes ricos, mimados y pijos que, después de violar y matar a su profesora de literatura, son entregados al capitán de un barco para que los eduque en un viaje del que no se asegura que vuelvan todos vivos. A partir de aquí se impondrán la fantasía y el delirio a través de una serie de planos que van del blanco y negro a unos colores inefables que huelen a entrepierna asexuada de ángel. Porque aquí todo es cambio. Bien para afectar al registro, al carácter o al género, la transformación se filtra por todos los lados para hacer del movimiento por el movimiento el motor y el eje a partir del cual se articula todo. Una dinámica que en su querer perpetuarse termina originando imágenes y situaciones que, por su propia condición de híbrido experimental y artificioso, acaban situándose por sí mismas en el terreno de lo imaginario y de lo ilusorio. Es este un curso que deriva, por lo tanto, en la continua sorpresa y en un constante impresionar que solo descansa en determinadas secuencias entre el videoclip y el videoarte que también sirven de reposo al sufrir de los protagonistas. Y es que Les garçons sauvages arrolla con la misma fuerza que el sueño erótico que te despierta por la noche de la pura excitación, con la única diferencia de que, al pillarte la obra de Bertrand Mandico en un estado consciente, el lugar que alcanzas es un nivel extático superior al sueño y la vigilia por aquello de ir de la profundidad a las alturas. Son el devenir narrativo que derrapa por zonas que afectan a estadios de la imaginación profundos y la elaboración de una serie de imágenes que aúnan erotismo, inocencia, violencia y dulzura, los elementos con los que este esteta de Toulouse nos afila los sentidos y nos masturba la mente en esta obra estrictamente ‹arty› y formalista que conduce bien sus excesos e influencias, invitando así al espectador a ese doble juego que va del mirar hacia atrás motivado por el reconocimiento de todo aquello que de esa amalgama remite al pasado, hasta la proyección hacia adelante que te empuja a buscar lo no hecho tomando como apoyo estos cócteles de formas y de temas. Les garçons sauvages es la representación más verídica y aglutinadora que puede encontrarse del conjunto de todo aquello que no abarca el lenguaje hablado.

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