L’envol (Pietro Marcello)

Reconvertir el cuento de hadas

A este crítico no se le podía ocurrir un título más idóneo para inaugurar la sección paralela de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. Pietro Marcello, director de películas aplaudidas por la crítica como Martin Eden (2019), es junto a Alice Rohrwacher o Christian Petzold una de las voces más llamativas en lo que respecta a imprimir un tiempo inusual en sus películas, además de ser tanto él como Rohrwacher grandes representantes de la cinematografía italiana. Martin Eden y L’envol, aka Scarlet, están filmadas en la actualidad, por supuesto, pero son capaces de engendrar un sentimiento de ‹décalage› en lo que respecta a los tiempos históricos. Marcello es de los que piensa que una cronología lineal de la Historia no es garantía de una aproximación crítica hacia algún período, optando por emplear las posibilidades del medio cinematográfico como artefacto capaz de conjuntar aspectos de varios tiempos distintos. Por ejemplo, en algunos puntos urde su discurso mediante imágenes de archivo, que ejercen de contrapunto para el desarrollo que toma el guión.

Este nuevo film del director tiene matrícula francesa, ambientándose en el campo en los años 40, aunque no incluye especificaciones geográficas ni históricas. Marcello no tarda en ubicarnos en el punto de vista de la clase trabajadora, manteniendo firme su compromiso con la mano de obra, uno de los ejes de la cinta. Si bien en Martin Eden era una constante que hacía resplandecer la historia, en L’envol es un ingrediente más que determina la caracterización de los personajes. Hay trazos de cine maestro en algunas imágenes que componen L’envol, sobre todo provenientes del intercambio entre planos y de la textura visual que embadurna muchos de ellos. Especialmente hermosa la escena donde Scarlet, una de las protagonistas que da nombre a la pieza, canta mientras se da un baño en un lago.

Otra de las incuestionables virtudes de la película es que permite que brote una especie de fábula oculta en la supuesta sencillez del relato, con el color rojo de Caperucita, alguna pequeña intromisión fantasmagórica o sobre todo gracias a la figura de una chamán, quizá la muestra más evidente de esta cuestión. En ese sentido, la película no cobra vigor únicamente a través de la atmósfera y la dialéctica histórica. Al hablar de L’envol hacemos alusión a una muestra de cine rugoso y artesanal, que se acerca a sus personajes de forma desacomplejada y siempre está de su lado. Es menester hacer alusión al extraordinario casting, que da cuerpo a unos protagonistas cuyas interpretaciones soportan con creces la carga dramática de la película materializando una conmovedora relación padre e hija. La fisonomía del primero respira autenticidad por todas sus aristas, y su encanto reside en la ternura que mana de sus gestos, aún siendo un personaje que inconscientemente asociaríamos a la torpeza y a la brutalidad. En lugar de ello, el padre es un hombre viudo dotado de una gran habilidad para manipular y trabajar la madera, y Marcello se disfraza de Robert Bresson al filmar sus manos exuberantes, que devienen aún más prominentes cuando coge cariñosamente las de su hija. El arco dramático de la niña, que se dibuja hasta que se convierte en una mujer adulta, no priva al personaje de tener claroscuros; se nos presenta como una joven que prefiere la compañía del bosque que la de las personas de su edad, entre muchos factores que robustecen su poderosa fotogenia.

No es erróneo pensar que es un film que gira en torno a la idea de la frustración constante, en relación a las dinámicas del trabajo duro y a las relaciones sentimentales, pivotadas por el padre y su fiel hija, que renuncia marcharse a estudiar para cuidar de su progenitor. En definitiva, una hermosa película que hace del apartado visual su mejor baza, pero nunca reniega de una tímida y sobria emotividad que consigue sacudir en última instancia.

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