La puerta del infierno (Teinosuke Kinugasa)

La puerta del infierno

Ganadora de la Palma de Oro en el festival de Cannes de 1954, La puerta del infierno ostenta el curioso honor de ser la primera película japonesa en color estrenada en el mercado occidental. Encuadrada en la llamada segunda edad de oro del cine japonés, que se prolongó durante toda la década de los 50, la obra fue recibida con gran entusiasmo por la crítica contemporánea. Con el tiempo, el descubrimiento de títulos emblemáticos de Kurosawa, Ozu o Mizoguchi terminó relegando a este filme a un segundo plano.

La obra, ambientada en el Japón feudal, centra su trama en la obsesión de un samurái por tratar de conquistar el corazón de una mujer casada. Tras un encuentro fortuito durante la guerra, Moritoh se enamora de la joven Kesa, y al término de ésta pide su mano como recompensa a su lealtad, sin saber que ella ya está casada con un samurái de rango más alto. Ante la imposibilidad de anular este matrimonio y la insistencia de Moritoh, el Emperador le propone tratar de convencer a su amada, pero al no obtener la respuesta deseada, sus métodos se vuelven gradualmente más violentos e intransigentes. De este modo Moritoh se adentra en un proceso de degradación personal que le lleva a traicionar sus principios, convirtiéndose en objeto de burla y enfrentándose a sus compañeros, y arrastrando a Kesa a un conflicto terrible del que no desea tomar parte. Durante la película se exploran conceptos como el amor no correspondido, el orgullo y la rectitud moral, y se pone énfasis en las tradiciones y códigos de conducta, así como en un cierto conflicto de clases provocado por la pertenencia de Moritoh a un estrato social más bajo que el de Kesa.

 La puerta del infierno

Con todo, no es en el plano argumental donde se encuentra el aspecto más destacable del filme, sino en su asombrosa recreación visual. Las composiciones fotográficas de Kohei Sugiyama, con su hermosa combinación de iluminación y colores, convierten a La puerta del infierno en una obra de gran belleza plástica que inunda cualquier fotograma, destacando en especial aquellos que se centran en resaltar la presencia serena e inaccesible de Kesa, pero sin olvidar los hermosos planos nocturnos a la luz de la luna o el desfile de tonalidades brillantes en el que se convierten las reuniones de samuráis. No es de extrañar, pues, que la película haya sido considerada unánimemente por la crítica como uno de los grandes hitos del uso del color en el cine japonés. Sus imágenes a día de hoy no han perdido ni un ápice de su potencia y capacidad de asombro.

Si bien a nivel visual la cinta presenta una factura irreprochable, el resultado no es ni de lejos tan digno de elogio a nivel narrativo. La sencillez esquemática de su historia se convierte en un doble filo que hace predecible el desarrollo de la trama, sin crear un contrapunto de sutileza que hubiera ayudado bastante a mantener el interés en la narración de una manera más uniforme. En este aspecto hay que destacar la escena final, en la que el diálogo excesivamente explícito afecta de manera drástica a la inmersión emocional. A pesar de eso, la película mantiene una regularidad y solidez de conjunto bastante meritorias en su desarrollo. Tal vez el gran logro a este nivel se encuentre en el cambio de enfoque que se crea a lo largo de la historia. Para resaltar la pérdida de identificación con el personaje de Moritoh en su progreso, la cinta gradualmente otorga más protagonismo a Kesa, quien pasa a acaparar el punto de vista de la narración como víctima del conflicto creado por su pretendiente, mientras observamos a Moritoh de forma cada vez más alejada, casi como una figura amenazante poco definida. Aunque algo carente de sutileza, este mecanismo narrativo termina resultando tremendamente efectivo y conduce con gran precisión las emociones de la historia.

 La puerta del infierno

No ayuda tampoco a la consideración global de la cinta un esfuerzo interpretativo notable pero con tendencias demasiado frecuentes al exceso teatral, en especial de un Kazuo Hasegawa que funciona a la perfección en las escenas más medidas de su personaje pero que no resulta demasiado convincente al retratar su descenso a la locura. Bastante mejor parada queda Machiko Kyo en un papel a priori más templado, pero de gran carga dramática e intensidad que va creciendo a lo largo de la cinta, y que transmite muy bien en la recta final la desesperación de su personaje por el acoso al que le somete Moritoh y la imposibilidad de solucionarlo por una vía racional.

En cualquier caso, estos reproches no deberían minar los grandes hallazgos artísticos de esta película, así como su elocuencia en el argumento y presentación de temas que hacen de ella un testimonio inmejorable de los conflictos morales y emocionales surgidos en la sociedad feudal japonesa. A pesar de que el propio Kinugasa realizase 27 años antes, en su época muda, una obra mucho más extraña, vanguardista y, en mi opinión, fascinante que la que nos ocupa (Una página de locura), La puerta del infierno conserva un encanto propio dentro de su sencillez fabulística, que sin duda sigue resultando atractivo a pesar de que sus temas hayan sido tratados con mucha más frecuencia.

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