La isla de las mentiras (Paula Cons)

Pueblo pequeño, infierno grande. La noche del 2 de enero de 1921 el vapor Santa Isabel naufragaba frente a la costa de Sálvora en su trayecto de Bilbao a Cádiz recogiendo emigrantes rumbo a América. De sus 266 personas a bordo sobrevivieron menos de sesenta ayudados por las mujeres de la isla, la mitad de su escasa población al servicio del propietario de sus tierras. Se trató de la mayor tragedia naval jamás sucedida en la región, que le valió el sobrenombre al barco de “el Titanic gallego”. A partir de los hechos históricos Paula Cons en La isla de las mentiras construye una ficción sobria en su narración, cuyo foco es el punto de vista de las mujeres que fueron ensalzadas como heroínas por encima del resto de los habitantes. Unas figuras en el centro de diferentes intrigas que encuentra en María (Nerea Barros) el objeto de las investigaciones de un periodista argentino interpretado por Darío Grandinetti. León ve indicios de que ocurren muchas cosas más que servirían para explicar con detalle tanto el hundimiento y la muerte de cientos de personas como las dinámicas de los oriundos del lugar, recelosos de que se descubran secretos que involucran a las jerarquías de poder y sus intereses más o menos ocultos.

María, Josefa (Victoria Teijeiro) y Cipriana (Ana Oca) alcanzan una notoriedad incómoda y las pesquisas e indagaciones de la Guardia Civil podrían suponer la pérdida de mucho más que el mero reconocimiento. La presencia de Grandinetti actúa a modo de conciencia encarnada a través de su perspectiva moral, de guía del espectador frente a la apariencia engañosa de lo que se presenta ante sus ojos. Su mirada define multitud de planos tanto en interiores como en composiciones abiertas en exteriores escudriñando el lugar y sus protagonistas o mientras las interpela en entrevistas para sonsacar detalles. Las propias motivaciones del argentino para obsesionarse por el caso y escribir su artículo son también un enigma. En La isla de las mentiras los secretos y falsas apariencias se enredan con la estructura social, exponiendo las miserias de una forma de vida rural con ecos prácticamente medievales. El contraste entre estos y la vida en la ciudad en el continente, la utilización política del desastre y la violencia que palpita en las relaciones entre hombres y mujeres aparecen completando una compleja ambientación cultural, que se expande con las viñetas costumbristas que compone la directora de la rutina diaria de los personajes —con sus tareas domésticas y del campo—. La utilización de planos generales en los terrenos, riscos y playas introduce la importante presencia sensorial del entorno natural y el aislamiento que experimentan quienes viven allí.

Unas condiciones que influyen decisivamente en el carácter de María, cuya construcción interpretativa por parte de Nerea Barros acaba en una extraordinaria desaparición de la actriz mediante su total compromiso físico y su expresión gestual, que afectan hasta en su modo de caminar. La rigidez de su cuerpo —encogido y tenso, a la defensiva perpetuamente— como postura natural frente al otro llega a ser definitoria hasta en su manera incivilizada de entender el cortejo hacia el farero circunstancial al que da vida Aitor Luna. El desarrollo de su personaje dentro de una mirada naturalista de la directora se establece mediante la visceralidad de unas reacciones que van de lo sutil a lo arrebatado y emergen de un terremoto de emoción contenida que se percibe en su ser. Algo que proporciona de una peculiar energía sus diálogos resueltos con plano-contraplano o con encuadres dobles de los personajes, en los que se captura una dureza insostenible, una tensión siempre a punto de estallar. Conocemos a María: una mujer con dignidad y atormentada por sus actos; reprimida sexualmente pero decidida a sobrevivir desafiando a quien se le ponga por delante; que puede que carezca de la sofisticación y la educación de otros, pero reconoce la injusticia y nunca se doblega ante ella sean cuales sean las consecuencias.

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