La estrella azul (Javier Macipe)

Es muy interesante cómo Javier Macipe combina formas realistas con otras que casi rozan lo experimental. Por ejemplo, la magnífica secuencia que abre el primer acto de la película (una charla entre Mauricio y el público de su concierto) culmina con un inesperado desenlace onírico. Se trata de una secuencia creíble, evocadora y que transmite, gracias a la habilidad de Lorente por hacernos creer que está soltando el primer comentario que acude en su mente, auténticas ganas de encontrarnos entre el público. Además, también tiene una importante función contextualizadora (el hecho de que el cantante no sólo esté fumando sino que mencione la opinión peyorativa que empieza a extenderse sobre el tabaco —así como el tipo de comentarios que hace sobre el flirteo y el amor romántico— provocan una sacudida ideológica que nos obliga a situarnos en un escenario distinto del actual) y representa el primer contacto entre público y protagonista, revelando significativos aspectos sobre su carácter, sus preocupaciones y sus obsesiones.

Se trata, entonces, de una secuencia interesante por múltiples aspectos, pero que desprende, en cualquier caso, altas dosis de realismo. De ahí lo sorprendente, del hecho de que Macipe opte por terminarla con la intervención de un personaje onírico: la joven mujer que simbolizará la adicción a la heroína del protagonista. Una combinación entre realismo y experimento que sólo se dará en momentos muy puntuales, concretamente, en secuencias decisivas que, de un modo u otro, representaran puntos culminantes del viaje introspectivo de los personajes. Sin duda, una decisión que da buen resultado, tal vez porque el estilo de Macipe jamás pierde su textura cinematográfica: los encuadres, los colores, el cuidado tratamiento del sonido y los llamativos planos secuencia que componen dicha primera secuencia ya dejan constancia de una esmerada intervención por parte de todos los departamentos artísticos. Y ello adquiere especial mérito si recordamos la naturalidad que la película logra transmitir.

Esta naturalidad debe parte de su éxito al uso de los planos de larga duración, mediante los cuales el director expresa su respeto hacia la libertad de los personajes y permite el lucimiento de los actores. Es también gracias a ellos que podemos saborear la impactante caracterización que pesa sobre la actuación de Pepe Lorente (su verdadera forma de hablar resulta casi imperceptible), por más que el actor logre cargarla sin ningún tipo de exhibicionismo. De hecho, el resultado de su trabajo es creíble hasta el punto de que ni él ni su personaje dan ninguna muestra de pretender caer simpáticos: el interés del trabajo reside en el hecho de convencernos de que estamos conociendo a una persona real, con sus inquietudes, su irrefrenable necesidad de aprender y todas las contradicciones que esconde el evidente complejo del impostor que arrastra. Aspectos que la película nos deja entrever sin mostrar por completo, igual que el amor incondicional que podemos intuir entre los dos hermanos y que Macipe jamás nos permite observar desde primera fila.

Esta contención también la encontramos en el propio tono del relato, puesto que, a pesar de tratarse de una historia trágica, hay en ella un gran espacio para el optimismo. Especialmente en la parte del metraje dedicada al viaje por Argentina, una suerte de inmersión a nuevas tendencias tanto musicales como culturales que ayudan al cantante a salir de su propia celda mental. De hecho, es precisamente el estilo de vida que Maurucio descubrirá en este momento de la película el que impregnará toda la experiencia de un pequeño halo de esperanza. Acaso un modesto consuelo para la historia de un artista que decidió esquivar, para bien y para mal, aquella ventisca de fama que trató de embestirle.

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