Kristina (Nikola Spasić)

Nikola Spasić ha decidido que su primera película se transforme en una butaca frente a un cuadro impresionista en alguna galería de arte. En Kristina fija su cámara en todo momento para encuadrar una estampa icónica que encierra una historia a medio camino entre el documental y la ficción con la clara intención de permitir que se observe y se juzgue un significado propio. Como esa obra de arte adherida a una pared, en la que ves algo concreto, que explicada por un experto tiene un significado que no habríamos sido capaces de encontrar sin esa información externa.

Es algo que plasma el mismo director en una escena aparentemente inocente, donde sus protagonistas miran de cerca un tríptico en una sala de arte hasta que la responsable del lugar les habla de la evolución de esa obra y de los detalles irreales que se suceden en las imágenes, desconocidos sin un estudio más amplio de las pinturas del autor y del momento en que fueron realizadas. Una forma de concretar que el envoltorio es fácilmente asumible, pero que encierra una significancia difícilmente alcanzable a simple vista. El arte en sí traspasa el concepto de lienzo cuando el director reproduce algunas conocidas obras del impresionismo con picnics junto a un río y paseos en barca, o aproximándonos a imaginarios religiosos de iglesias u objetos ornamentados igualmente representativos.

Es así como Kristina Milosavljevic presta su propia historia para concebir un relato visual prácticamente etéreo. Su anguloso rostro y su delicada ropa nos invitan a pensar en una estudiada idea de belleza que ella ha elegido y que se nos expone a través de escenas donde contemplamos sus rutinas diarias. Nos enfrentamos a una mujer sosegada, fiel a su estilo, impregnada por la temeridad de Dios y la propia naturaleza, una paz que nos sobresalta en distintas ocasiones por una estridente alarma elegida como tono de llamada, el sonido que conecta con su oficio de trabajadora sexual. Podría ser esta la única llamada de atención en el tono de una película aferrada la imagen y a lo simbólico por encima de cualquier interiorización real de su protagonista, ya que incluso al adentrarnos en su profesión seguimos frente a una persona segura de lo que tiene entre manos, alguien que parece imposible fragmentar.

Hay otro aspecto en el que profundiza su director, y es en la espiritualidad de Kristina. No descarta rememorar su infancia y así pregonar ese creciente fervor que sentía al contemplar escenas religiosas en las iglesias. De hecho, muchas de las conversaciones surgen a través de iconos religiosos que comparte con personas ajenas a su historia o su ocupación, algo que normativamente le impide formar parte del cristianismo y que ella acepta de un modo inteligente. Para ello se utiliza la figura de Marko (la otra persona que se representa a sí misma, el resto interpretan esta ficción) con el que se implementa la idea de la realidad o el sueño, al encontrar una posible alma gemela que no concibe plenamente como posible. Sus paulatinos encuentros parecen llevarnos a una forma de entrar el ideario de Kristina, su abierta mentalidad frente a la concepción de lo espiritual o la libertad que ella entiende en un trabajo surgido de la necesidad. Todo siempre afrontado desde la negación de confirmar la presencia de una cámara orgánica, donde no hay justificación de una forma de vida, no hay un desarraigo de género al ser su transexualidad un tema asumido y trabajado que no afecta en su elegante y aparentemente apacible vida.  Digamos que Kristina no necesita abrirse en canal para convencernos de nada, simplemente expone unas estampas cuidadas donde la narración es una extensión de la concepción artística de una vida singular.

Es difícil conectar con Kristina, pero interesante contemplar el aplomo con el que explora su lugar en el mundo mientras experimenta en privacidad con lo inmaterial. El final del film es totalmente consecuente con todo aquello que se ha narrado, un golpe en la mesa llevado con naturalidad y sin altiveces, propio de un film ajeno a la improvisación, al saqueo emocional, pero tan expresivo como nuestra vista sea capaz de captar en sus pinceladas.

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