Hayao Miyazaki… a examen

Cuando, en 1985, Hayao Miyazaki e Isao Takahata se unieron al productor Toshio Suzuki con la intención de fundar un nuevo estudio, ambos directores y futuras referencias de la animación mundial llevaban un par de décadas de experiencia en la industria, en las que ya habían mostrado rasgos de su estilo e inquietudes tanto artísticas como políticas y socioculturales. De este modo, surgió Studio Ghibli como una propuesta fuertemente autoral, un sello creativo conjunto de ambos directores. Apenas un año después, el estudio estrenaba su primera película. Fue Miyazaki quien abrió la veda como director, con un argumento original pero inspirado en una historia de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

El castillo en el cielo es una película de aventuras en la que una niña llamada Sheeta posee una piedra mágica que está relacionada con su linaje ancestral y que guía el camino hacia la misteriosa isla de Laputa en el cielo —Lapuntu en la versión española, por obvios motivos—, de la que cuentan las leyendas que alberga tesoros incalculables y fue cuna de una civilización muy avanzada tecnológicamente. Perseguida por el ejército encabezado por Muska, un tipo siniestro que anhela el poder de Laputa, y por una banda de piratas que quieren hacerse ricos, Sheeta acaba en el pueblo minero de Pazu, un niño rudo y aventurero con quien entablará una profunda amistad mientras ambos sortean todo tipo de peligros.

Ya desde el principio se puede apreciar en esta película una continuidad temática muy clara con la serie que dirigió el propio Miyazaki en 1978, Conan, el niño del futuro. Repite la fórmula del niño huérfano y aventurero y la niña que posee la llave para un inmenso poder; también comparte la figura de un villano irredimible —algo no común en el resto de la filmografía del director— y de personajes antagonistas que se muestran más empáticos y compasivos y terminan pasándose al lado correcto. Y, sobre todo, comparte una visión del mundo fundamentalmente ecologista, señalando la ambición humana como la culpable de la destrucción del medio ambiente y la insostenibilidad de los recursos, y en el camino desarrollando una conciencia de repudio hacia quienes detentan y ambicionan el poder.

Curiosamente, El castillo en el cielo tiene varios elementos que se repetirán en las obras posteriores del autor, quien siempre ha bebido mucho de la autorreferencia y ha incidido una y otra vez en ideas que le preocupan tales como la conciencia ambiental, la obsesión por la ingeniería aeronáutica o la personificación en personajes femeninos de un ideal de resistencia a la corrupción a su alrededor; pero en mi opinión existe sobre todo un diálogo con su filmografía anterior, y será un estilo más contemplativo el que caracterice a la posterior. Aquí adopta los mimbres de una aventura clásica, como lo fue su serie; y también bebe mucho, sobre todo visualmente pero de la misma manera en varios aspectos de su narrativa, de Nausicäa del Valle del Viento. Por supuesto, en un recorrido tan cohesivo a nivel temático y narrativo, Miyazaki volverá a las ideas reflejadas aquí, pero creo que esta película en cierto modo marca un antes y un después, estilísticamente, dentro de su carrera; sin renunciar a momentos de quietud, pero con una sensación de urgencia más constante y una narración más enfocada a la acción frenética y las persecuciones.

Esto no impide que la cinta tenga multitud de imágenes hermosas e icónicas en las que saca el mayor partido a un entorno que celebra constantemente. En ese sentido, sorprende y asombra en particular la capacidad que tiene, dentro de un ritmo de los acontecimientos más bien rápido, para hacer calar en el espectador la belleza y majestuosidad de sus escenarios de fantasía y promover el puro disfrute de la naturaleza, reflejando con ello a la perfección esa deriva ambientalista que es tan importante para su director. No pasamos mucho tiempo en la propia isla que vertebra la trama, pero es más que suficiente para hacerla memorable. Asimismo, también muestra una cadencia desde luego poco común, uno diría que poética, en la forma en que resuelve visualmente muchas de las acciones, incluso las más rápidas y alocadas. En todos los sentidos, es una obra cuidadísima a nivel visual, con una composición de color (uno de los grandes puntos fuertes que tiene y, creo, no suficientemente celebrado), una fluidez y un dinamismo en los planos que la convierten en una referencia ineludible en la animación.

A nivel temático, como ya he ido comentando, El castillo en el cielo existe en perfecta continuidad con las obras anteriores de Miyazaki; pero, si acaso, aquí redobla su interés y fascinación por la maquinaria y la ingeniería aeronáutica. Esto puede parecer contradictorio, porque durante el metraje se pone mucho énfasis en el funcionamiento de las máquinas, en los engranajes, en la parte mecánica en definitiva, reflejando esa obsesión que siempre ha tenido el director por este tipo de conocimiento; pero por otro lado la propia película es una denuncia a la insostenibilidad tecnológica y señala específicamente que los seres humanos están condenados a desaparecer si tratan de progresar sin cuidar y preservar su entorno. En las inquietudes temáticas de su cine conviven ambas ideas, y no es aquí donde mejor ha sabido integrarlas (en este aspecto concreto, yo apuntaría a Nausicäa), aunque su búsqueda del consenso, señalando inequívocamente una actitud como la fuente del problema, es destacable y da fuerza a su discurso.

En todo caso, es una película maravillosa y llena de detalles de gran calidad, que supuso una monumental carta de presentación para Studio Ghibli. No he hablado, por ejemplo, de la banda sonora, la segunda de las muchas colaboraciones de Joe Hisaishi con Miyazaki y una verdadera delicia para los oídos; como tampoco del carisma natural de sus personajes, de los propios Sheeta y Pazu, arquetipos llenos de vida y energía de esta etapa de su filmografía, o de otros como los piratas de Dola, capaces de resultar entrañables en apenas un par de interacciones. Muska, en ese sentido, es un villano temible y con mucho empaque, pero sí es cierto que en el futuro las escalas de grises y la ausencia de una maldad inequívoca harán personajes más dinámicos e interesantes, si bien en el camino se perderá algo del ímpetu antiautoritario que la caracteriza. Lo perdido por lo ganado, supongo; y, entremedias, sigue siendo otra muestra de la gran calidad que tiene el conjunto de la obra de Miyazaki. Una película tal vez no tan prevalente como punta de lanza de una filmografía tan celebrada como la suya, pero a la que siempre da gusto regresar y constatar que no pasa el tiempo por ella; y que elabora una imaginería perdurable e influyente que forma parte del patrimonio cultural del medio.

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