Lost Country (Vladimir Perišić)

De reconstrucciones de un determinado acontecimiento o periodo histórico-político que implica a personas más o menos anónimas está plagada la Historia del cine. Desde siempre, las películas de esta índole han puesto en juego ficciones personales concurrentes que iban construyendo el relato perseguido. En el caso del último film del director serbio Vladimir Perišić (Ordinary People, 2009), la recreación de la tumultuosa situación política de su país en el año 1996, cuando inesperadamente el Partido Socialista de Slobodan Milošević perdió los comicios y las revueltas estudiantiles tomaron las calles, se vehiculiza desde una microhistoria —es cierto que muy significativa en este escenario—, la de la relación de su protagonista adolescente Stefan (Jovan Ginic, que obtuvo el reconocimiento al mejor actor emergente en la Semana de la Crítica del pasado Festival de Cannes) con su madre.

Marklena, un nombre poco corriente que le puso su padre, partisano durante la Segunda Guerra Mundial, en honor a Marx y Lenin, interpretada por la solvente Jasna Đuričić, es la portavoz y cómplice del gobierno corrupto que pretende invalidar los resultados electorales adversos. Y su hijo se enfrenta a un dilema moral inasumible cuando sus amigos del instituto se impliquen en el movimiento de contestación contra las medidas fraudulentas y represivas del gobierno —el propio director ha confirmado que hay inevitables tintes autobiográficos en su relato—.

El impacto de estas circunstancias resulta muy difícil de comprender y asimilar. Inicialmente, Stefan solo es capaz de reaccionar con la negación de la realidad, lo único que puede hacer es creer a la persona más cercana desde siempre. Aunque la duda esté siempre presente. Porque la concienciada líder del gobierno nunca dejará de mentir, jamás abandonará ese rol que, cuando quede desenmascarado, resultará insoportable para el chaval. Y el director nos muestra su progresivo proceso de abatimiento, de marginación en el centro escolar, en la calle con los que eran sus compañeros de risas, o en la piscina donde juega a waterpolo, y ya nadie le pasa la pelota.

El director explora, también desde las publicitadas ruedas de prensa hasta la intimidad maternofilial más emotiva, el papel de la mentira en la política —y en la vida—, la potencia de la manipulación discursiva mantenida a capa y espada contra todas las evidencias. Se vuelca en analizar la manera en que la política se abre camino en las relaciones personales que más sinceras se presuponen a priori. Afirma que una de sus motivaciones en el film es poner el foco en la persuasión, la seducción, e incluso la ternura —las conversaciones, los abrazos, las muestras de cariño entre Stefan y su progenitora están muy presentes en nuestra percepción como espectadores—, y en el papel que estas estrategias de comunicación implican en las luchas de poder. Probablemente, es en esta vertiente donde la película consigue sus mejores logros, donde logra una percepción ‹in crescendo› del desasosiego, de la indignación, que culmina abruptamente en la desolación y la desesperanza. En lo personal, quisiera destacar el uso que hace el cineasta de la música —hasta la fecha ausente de sus anteriores propuestas— en su intento de filmarla sin que distorsione la percepción visual, para darle un significado antropológico, que transmite la esencia política y la cultura generacional de sus personajes en conflicto.

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