El chico y la garza (Hayao Miyazaki)

Es un hecho tan recurrente como inesquivable: cuando me pasa algo que tiene que ver con la aflicción o con una decaída, me refugio en una película de Ghibli (cosa que recomiendo, por otra parte, enérgicamente). Y hablar del histórico estudio de animación japonés es hacerlo, en menor o mayor medida, de Hayao Miyazaki, uno de los fundadores de la productora y alma espiritual del anime nipón. Tras su reconocimiento en el TIFF de Toronto y su cabida en la programación de los festivales de San Sebastián y Sitges, la última incursión del maestro, El chico y la garza (con el título original de Kimitachi wa dô ikiru ka y con la traducción internacional The Boy and the Heron) llega a salas españolas (algunas, no las suficientes) en busca de nuevos acólitos que solo necesitan cumplir un requisito: estar predispuestos a una excursión de dos horas donde seguimos las aventuras de Mahito, un chaval de doce años que se traslada con su padre y su madrastra a un palacete de campo después de la muerte de su madre. Como pasaba en la devastadora La tumba de las luciérnagas (1988), en esta nueva expedición, adaptación libre de la novela de Genzaburō Yoshino, acompañamos a un huérfano y le concedemos consuelo en su peliagudo proceso de duelo. A cambio y de forma recíproca el muchacho permite, junto a la garza que se ha ganado una mención el título del film, que el espectador tenga acceso a ese baúl inabarcable que es, al fin y al cabo, el bagaje fantasioso, empírico, emocional y personal de Miyazaki. De nuevo, pues, se nos invita a pasar a esa fábrica de sueños, a esa factoría de realidades estiradas como un chicle y distorsionadas con picardía. Un trueque donde todo el mundo sale ganando.

Veintidós años después de la icónica El viaje de Chihiro, el director vuelve a abrirnos las compuertas de su imaginario místico, y nos catapulta a su universo zoológico a través de una historia que empieza como suelen detonarse sus historias: con el cambio, con la pérdida, con los estragos de la guerra, con la tristeza del recuerdo que graban a fuego aquellos que ya no están. A partir de la desdicha y la tribulación, alguna chispa provoca que se encienda el fuego del ser humano, adentrándose en lo mágico. Y es que Miyazaki, humanista empedernido, no deja que el abatimiento y el hartazgo quebrante la vida de sus personajes. Él, demiurgo absoluto, no permitiría una capitulación moral de sus protagonistas.

El chico y la garza aprovecha, pues, el impulso del dramatismo en una medida justa para impregnarnos de esa locura infantil y naif que sirve como motor creativo de las ficciones de Miyazaki. Lo logra mediante una animación y un despliegue pictórico que parece volver la mirada a los orígenes, a una edad primitiva en la trayectoria del estudio, recuperando cierta textura artesanal y manufacturada. Sea como sea, El chico y la garza presume de la simbología y los elementos característicos dentro de la cosmovisión infinita del cofundador de Ghibli: no escatima a la hora de representar sin tapujos toda su mitología, toda la fauna y flora habida y por haber, toda su habilidad, para tejer historias y para diseñar una arquitectura abismal e inolvidable.

Este último periplo también es un parque de atracciones. Para bien y para mal. Un bastión infestado de estímulos, de ruidos y  de constantes estrépitos epilépticos que intenta domar, a veces sin éxito, una narrativa esquizofrénica. Sin que sirva como ataque, el frenesí de la estructura puede acarrear alguna jaqueca y mareo, pues en este último film el recorrido es algo acelerado y caótico, y conviene advertir al lector que esta no es una fábula fácil ni transigente. Histriónica (por eso mismo, seguramente, maravillosa), El chico y la garza podría asustar y espantar a los novicios, pero en general ha cautivado a los más acólitos del «sensei», sin que todo ello tampoco comporte la obligación de reconocerla como su mayor obra, como algunos ya han afirmado taxativamente. Todo es discutible menos lo faraónico de este proyecto, que llevó, a los sesenta animadores que participaron, seis años de arduo trabajo.

En cualquier caso, es innegable que sirve al autor como rebobinador de su bagaje que ya se sabe (o es fácil imaginar), tiene una mente privilegiada pero complejísima y llena de paisajes y compartimentos. Todo, en conjunto, provocan que la travesía de Mahito y compañía sea hiperbólica, accidentada y un tanto atolondrada, pero precisamente por eso, también es probable que sea lo más genuinamente libre, majestuoso, solemne y catártico que hayamos visto y veremos jamás de Miyazaki.

Y que la fiesta no pare: la editorial Salamandra ha anunciado la traducción en castellano de El viaje de Shuna, la novela gráfica que el bueno de Hayao publicó en 1983, hasta ahora inédita en España.

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