El viento se levanta (Hayao Miyazaki)

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He de reconocer que no soy un gran aficionado al prolífico género de la animación japonesa. Más allá de contadas obras de la trinidad compuesta por Kon —Perfect Blue—, Otomo —Akira— y Oshii—Ghost in the Shell—, las peculiaridades estilísticas, temáticas y narrativas del «anime» nunca han logrado despertar verdadera pasión e interés en mi tal vez demasiado occidental sentido del gusto. Esta reticencia se extiende hasta la obra de figuras que han trascendido la cultura nipona para pasar a convertirse en iconos mundiales del celuloide, como es el caso del cofundador de «Studio Ghibli» Hayao Miyazaki; cineasta que tras brindar piezas de indudable calidad como Porco Rosso o La princesa Mononoke —única cinta que he disfrutado realmente del director hasta la fecha—, pone fin a su longeva carrera tras casi medio siglo de actividad.

Para endulzar la agria noticia de su retirada, Miyazaki la ha acompañado con una última muestra de su pericia narrativa titulada El viento se levanta The Wind Rises—; un largometraje en clave de «biopic» que retrata con parejo interés histórico tanto el Japón de los años veinte y treinta, como la figura del ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi —diseñador de cazas de combate durante la II Guerra Mundial—, hombre cuyo entusiasmo, sueños y pasiones parecen, por momentos, referenciar las de un Hayao Miyazaki proyectando sus emociones sobre las del personaje.

Dejando de lado mis filias y fobias respecto a la animación oriental, es rotundamente innegable que El viento se levanta es un filme brillante tanto en forma como en fondo. El dominio de la narrativa del que hace gala Miyazaki deja el listón muy, muy alto para todo aquél que tenga intención de recoger el testigo del cineasta tokiota. La delicadeza con la que se va relatando la vida de Jiro desde que era tan sólo un crío que soñaba con volar resulta encantadora y, combinada con la hermosísima animación a la que Ghibli nos tiene acostumbrados, da lugar a pasajes en los que poesía y cine se dan la mano como pocas veces suelen hacer.

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Es, sin duda alguna, en las secuencias oníricas cuando este lirismo se manifiesta en su máximo esplendor.  Las tonalidades de los paisajes, los inmensos cielos, las aeronaves de mil formas y colores que surcan la pantalla… todos y cada uno de los elementos que componen los sueños de Jiro y Caproni —ingeniero italiano que diseñó el «Caproni Ca.309 Ghibli», avión que dio nombre al estudio de animación— generan una experiencia sensorial maravillosa que no sólo se limitará a estos instantes, sino que también acompaña a los tramos más dramáticos y amargos de la vida de Jiro, haciendo de la faceta más adulta y trágica del filme su lado más efectivo y disfrutable.

Pese a sus numerosas bondades, El viento se levanta se adolece de un obvio exceso de metraje —una cuarta parte del total aproximadamente— empleado en reiterar las ensoñaciones de Jiro, y que bien podría haberse recortado o, en su lugar, volcado en reforzar algunas subtramas a priori interesantes que se ven faltas de elaboración, o para fortalecer un mensaje antibelicista que, pese a estar presente, se me antoja poco explotado. No obstante, una vez disipados los pensamientos sobre su estirada duración, que pueden manifestarse en más de un momento, la cinta vuelve a absorberte en su particular universo, logrando centrar la atención única y exclusivamente en sus numerosas bondades.

El viento se levanta resulta la carta de despedida perfecta de un artesano del arte de contar historias como Hayao Miyazaki. Su historia sobre la búsqueda de los sueños, el esfuerzo, y el sacrificio resulta inspiradora, y la sensibilidad con la que se plasma en pantalla compone uno de los ejercicios más poderosos de animación en dos dimensiones que pueden disfrutarse hoy en día. Un filme cuyo esplendor ha trascendido mi aversión original por el anime, y me ha atrapado como pocas o ninguna de sus cintas congéneres lo han hecho nunca.

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