Guardián y verdugo (Oliver Schmitz)

Los hechos acontecieron en el año 1987. Durante una noche lluviosa, Leon Labuschagne, un joven guardia de prisiones residente en Pretoria, persigue desde su coche a un minibús con siete ocupantes sudafricanos. Los dos vehículos llegan a una cantera abandonada, un lugar sin escapatoria. Una vez allí, Leon saca una pistola y los dispara a todos. Johan Webber, un abogado implicado en causas por derechos humanos y contra la pena de muerte, se hace cargo de la defensa del asesino.

En alguna entrevista antigua o tal vez en Conversaciones con Billy Wilder —el libro escrito por Cameron Crowe a raíz de las charlas entre ambos— el entrevistado comentaba que cuando escribía en colaboración con otro guionista, en el caso de la comedia, solían pensar «¿cómo haría esto Ernst Lubitsch?». Esta misma pregunta se podría reformular en el caso de un film sobre juicios. ¿Cómo lo haría Sidney Lumet? parece cuestionarse Oliver Schmitz en su nuevo largometraje para el cine. El realizador es sudafricano, un veterano que comenzó en el cine, pero ha desarrollado su larga trayectoria con una veintena de telefilmes y varias series de televisión. Vuelve ahora a las salas para hacerse cargo de una producción que tiene la sombra de la funcionalidad del medio doméstico, pero el resultado de una buena historia para ver en pantalla grande.

De verdad nos encontramos ante un producto con la integridad de cualquier telefilme memorable de los años setenta y ochenta, esas obras que se planteaban por las cadenas de teledifusión como reclamos de prestigio, que en muchas ocasiones eran estrenadas comercialmente fuera de sus países de origen. En tales casos se reconocían porque los actores y técnicos eran famosos por su trabajo en series televisivas vistas en todo el mundo. Las ventanas de explotación actuales, por lo general de corta vida en multisalas o cines especializados y de más difusión a largo plazo en canales catódicos e internet. Así como la calidad merecida de algunos títulos seriados o algo exagerada de otros en esta edad dulce televisiva. Ambos elementos originan una permeabilidad de un medio audiovisual a otro, cualidad con la que se confunden y funden los dos. Pero a veces también propicia sorpresas como este Guardián y verdugo.

Después de una secuencia de inicio que podría recordar a la de Arde Missisipi de Alan Parker, tanto por el clima como por suponer el desencadenante del juicio e investigación posteriores. Una introducción que sirve como enganche antes de comenzar el drama y que sirve para ubicar el país, Sudáfrica. Y la fecha, ese 1987. Aunque es una secuencia que se repetirá más adelante durante el transcurso del metraje, el montaje apresurado de planos con los que apenas se reconoce al ejecutor ni a sus víctimas, sumados a la oscuridad y lluvia persistentes, un principio que no resulta vano como muestra del punto de vista, ya que en el momento del tiroteo el cineasta recurre a un primer plano de Leon, furioso, aniquilando fríamente a los nativos que había perseguido. Es una focalización que crea una empatía forzosa con el culpable, pero al mismo tiempo un desasosiego al no recuperar las consecuencias de esa matanza que deja fuera de campo. Más allá de la trampa motivada por la ocultación de los cadáveres, ni la bestialidad del tiroteo de inocentes, nos genera una sensación de extrañeza e intriga que permiten la tesis contra la pena de muerte y el gobierno que la apoyaba, hasta su eliminación a mediados de los años noventa.

El director desarrolla la narración en el juzgado, un decorado funcional, iluminado con luces altas en muchas escenas, sin buscar distracciones expresionistas ni allí ni en los breves interludios en los que se ve al abogado protagonista en bares, el club social o en el escenario del crimen. En cambio, en el otro escenario importante, el de la cárcel con sus pasillos desnudos, grises, fríos, las celdas sucias que apenas son avistadas cuando las abren los alguaciles para conducir a los presos hasta el corredor donde son ahorcados. Esas secuencias que abordan en forma de flashbacks el conjunto de tristes acontecimientos al que se acoge Webber para tratar de justificar la psicología del acusado. En esos recuerdos se visualiza, sin necesidad de prolongar el tremendismo más allá de fugaces planos de los cuerpos al caer, sujetos por las horcas que los fulminan. Imágenes que resultan impactantes por el uso sutil del sonido, con esas gotas viscosas que se perciben al chocar con el suelo, el estruendo de las compuertas o el crujido de los huesos. Se añade algún matiz más como el plano detalle del compañero de la defensa que tamborilea su lapicero nervioso durante el juicio, un recurso repetido varias veces pero que da paso al final a un buen gag visual.

La historia se narra de manera uniforme, sin destacar unos momentos sobre otros, por lo que recuerda el tono lineal del medio televisivo, más pendiente de marcar los pasos a publicidad que de la importancia del relato. Sin embargo este factor funciona para la película porque no distingue buenos y malos, salvo el caso del sargento que da órdenes en la prisión. El enfrentamiento entre la defensa y la fiscal no está tratado con efectismos a favor de él o de ella, ni siquiera con antipatía hacia el juez, realmente justo y cordial. El maniqueísmo no se asoma, ni la búsqueda de la complicidad emocional por parte del espectador. Esa emoción es algo que sí logran Garion Dowds en un papel difícil de reo homicida con facciones de niño que refuerza ese bigote apenas esbozado en su cara, un actor que consigue transmitir furia, inseguridad y humanismo con la mirada. Enfrente se sitúa Steve Coogan, reflexivo, pausado, flemático, de fortaleza interior y presencia grande en la pantalla, tal vez uno de los actores más desaprovechados del cine contemporáneo.

Estos pastores y carniceros a los que se refiere el título original del film pueden ser minimalistas y correctos en su forma, pero efectivos en la historia que cuentan aunque no se salgan de la línea. También porque prima la convicción sobre la espectacularidad, recordando en las pantallas un conflicto provocado por el colonialismo y las luchas raciales con el que desayunábamos al leer las noticias internacionales de la prensa en la década de los ochenta, no hace tanto tiempo. Y al que solo se le puede reprochar que los perdedores sigan siendo los mismos de entonces, los nativos sudafricanos.

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