Papá cumple noventa años, razón por la cual sus camaradas del partido, familiares y otros conocidos acudirán a la casa para una celebración tan importante. Entre los que no han sido invitados figuran el presidente ruso Gorbachov, los fugados a la RFA o algunos parientes de mala reputación. Pero soplan vientos de cambio, aunque todo suceda igual que en los pasados cumpleaños del veterano Wilhelm Powileit. Entre varias sorpresas, como que su nieto Shascha no aparezca por allí. O bien que su bisnieto zascandilee por los salones, cuando se aburra con tanta gente mayor. Y gestos típicos, por supuesto, como que los demás invitados sigan regalándole flores para la tumba.
El cartel original con el que se promociona el film en Alemania —su país de procedencia— usa un fotograma del film: un primer plano de Bruno Ganz tumbado en la bañera, ante una lámpara de rayos UVA. La combinación de colores saturados en la tipografía intensa roja, junto a una imagen muy lavada por el brillo de los azulejos en tonos verdosos, recuerda la cartelería de numerosos films europeos rodados en los años setenta y primeros ochenta. En concreto los de Wim Wenders, R.W. Fassbinder o Alain Tanner. Pero este guiño no concuerda con la forma ni el fondo de la reciente producción germana, porque films como los de aquellos cineastas se sostenían con una narrativa heterodoxa, reforzada por una concepción visual muy plástica, llena de silencios intensos y servida con ritmo lento. O por la hipérbole dramática y cierta locura en el caso de Fassbinder. Uno de los actores más representativos en aquellas cintas era Bruno Ganz, también uno de los protagonistas en la presente película. Aunque este rol principal lo comparte con Sylvester Groth como Kurt Umnitzer, su hijastro.
En tiempos de luz menguante adapta la novela escrita por Eugen Ruge, publicada en España en 2013. Con el subtítulo de «Novela de una familia» se resume a la perfección esta saga que abarca algunos sucesos de los Powileit desde 1952 hasta 2001. La traslación a la pantalla deja fuera de la narración los capítulos dedicados al nuevo siglo. Mediante un prólogo en el que se menciona el exilio del patriarca y su mujer, Charlotte, en Mexico. A continuación la acción se sitúa en Berlín. Allí Kurt visita a su hijo Sascha, que ha dejado la universidad. También se ha separado de su mujer, Melitta, dejándola a cargo del hijo de ambos. Padre e hijo discuten acerca de sus decisiones. Al despedirse se citan para la próxima onomástica de Wilhem, padrastro y abuelo de ambos. La iluminación tenue, el tono frío de los edificios y cierta desolación en las calles, proporcionan el clima previo a la reunificación alemana. Esta economía expresiva que se percibe en el ambiente, se refleja luego en la casa de Kurt e Irina, matrimonio maduro que también sobrevive a sus últimos días. Ella fue una luchadora del frente ruso que ahora pierde su vida con el vodka y otros licores. Los dos viven en su hogar con Nadeshda, la madre de ella. Aunque parezca infructuosa esta enumeración de personajes y relaciones, sirve para citar una de las virtudes del largo, porque la exposición de todos los caracteres, sus parentescos o diferencias, se presentan con claridad, sin complicaciones, a base de diálogos coloquiales que reservan información o recurren a una ironía que los caracteriza directamente.
Gracias a un trabajo muy depurado de adaptación de las cuatrocientas páginas que componen la novela, el guionista Wolfgang Kohlhaase selecciona el período que más desarrollo tiene en el libro, es decir, el de otoño de 1989. Un mes antes de la caída del muro sucede casi toda la acción del film, salvo el prólogo mencionado antes y un epílogo inmediato. El libreto progresa como una obra de teatro, con el escenario predominante del salón por el que desfilan todos los personajes ante la mirada escrutadora, indiferente y nostálgica, según cada momento, del nonagenario. El reparto cumple a la perfección por un conjunto de actores principales y secundarios sin fisuras, agraciados por la entrega total, sea cual sea la relevancia dramática de cada personaje. Es lógico que por importancia dramática destaquen las actrices Hildegard Schmahl con su papel de Charlotte. O Gabriela Maria Schmeide como Lisbeth, la leal sirvienta de Wilhem. Y un elenco de vecinos, funcionarios y burócratas que dotan de veracidad el entorno del anciano homenajeado. La película se mantiene viva por un juego de acciones paralelas dentro de la mansión, escenas como las de Charlotte y su hermana evocando a un amor de juventud. Las conversaciones entre dirigentes y obreros. Incluso situaciones cómicas como las del militar que siempre espera su turno para que se desocupe el aseo.
Es evidente que se trata de cine hablado, en efecto. No es un largometraje que ofrezca soluciones visuales para el lucimiento del director y equipo técnico, sino que fundamenta su valor en un guión modélico, lleno de buenos diálogos que surgen naturales en las voces de sus intérpretes. Incluso los que repite constantemente Wilhem sobre las flores para su tumba.
A pesar de fundamentarse en un texto, eso sí, potente, elíptico en cuanto a varias informaciones pero capaz de rellenar esos huecos con la complicidad de los actores, los gestos o planos de recurso intrascendentes en un principio, como son los de la estantería llena de jarrones y la mesa donde se coloca el buffet. Imágenes de muebles que después tendrán su valor según avanza el metraje. El montaje alterna las acciones paralelas con el acontecimiento principal sin roces, con una armonía a la que no es ajena la sucesión y equilibrio de los planos generales del grupo humano cuando hacen falta. Los detalles y primeros planos siempre efectivos. Y cuando todo parece discurrir sin altibajos, la película se dispara con ese travelling nervioso del coche rojo en el que llega Irina a trompicones. En ese clímax el film crece en locura ordenada e intensidad emocional, por el torbellino que deja a su paso Evgenia Dodina, una actriz que se come —y ya es complicado— a todos los demás personajes en la pantalla, dignificando su rol de alcohólica que pasa a ser una sabia llena de filosofía vital.
En tiempos de luz menguante, a día de hoy, resulta ser un film de época pretérita, con el acierto de no recordar en color gris, un período tan denostado como el de los regímenes soviéticos, en gran parte por la completa paleta de ocres, amarillos, verdes y colores encarnados en la zona residencial que se desarrolla la trama. Por esa luz que evoluciona durante toda la jornada. La calidez de los interiores. La ausencia del muro que dividía Alemania entonces, ya no solo en las imágenes, sino en los diálogos. En resumen, por la certeza de ver un período comunista que desaparece, engullido por su propio sistema, una burocracia inmóvil temerosa de perder sus privilegios. Una situación extrapolable, sin muchos aspavientos, a cualquier país capitalista o totalitario que conozcamos o habitemos en la actualidad.