Cartas mojadas (Paula Palacios)

Hay tragedias que siguen ocurriendo independientemente de su cobertura informativa en los medios occidentales, tan volubles como sus intereses económicos. Recientemente fue noticia el incendio que devoró el campamento de refugiados de Moria en Lesbos. Pocas referencias de actualidad habían llegado durante meses desde la prensa y los medios de comunicación europeos sobre la situación insostenible de quienes allí vivían hasta entonces. En España nos enteramos de las pateras que llegan a nuestras costas con apartados que duran segundos en noticiarios televisivos, que únicamente dan una situación engañosa de la crisis humanitaria que no queremos afrontar —enfocando el problema en el alarmismo sobre el control de fronteras y la inmigración ilegal—. En cierto modo por eso es imprescindible que sigan filmándose películas como Cartas mojadas (Paula Palacios, 2020) que muestra un drama humano de efectos terribles, pero debemos reflexionar también sobre las imágenes que se utilizan para enviar un mensaje y capturar la escala inimaginable de sufrimiento y muerte que se pierde en la inmensidad del mar Mediterráneo todos los días. Palacios pone la mirada durante la mayor parte de la película en las operaciones del Open Arms para atender las embarcaciones repletas de personas que requieren de asistencia para llegar a salvo al continente.

El problema de esto es que la perspectiva de la directora se fundamenta en la proyección de una eurocéntrica otredad sobre los cuerpos de las personas migrantes, que aparecen como una masa sin voz salvo para unirse en un canto festivo en cierto momento repleto de exotismo. Si el documental pretende otorgar esa voz a quienes no la tienen con el recurso melodramático de las lecturas de cartas ¿por qué no es capaz de dejar expresarse a los vivos, a aquellos que están realmente experimentando de primera mano todas esas penurias que el filme quiere denunciar? Llama la atención que se relegue a una expresión muy reducida de metraje la explicación sobre las mafias de tráfico de personas que extorsionan, torturan y esclavizan a miles de seres humanos o el destino incierto, el rechazo de las sociedades y estados europeos a estos refugiados cuando acaban en nuestras ciudades. Sin embargo, sí se nombran y muestran explícitamente los efectos de los cambios de políticas de una institución supranacional como la Unión Europea, que ejerce de dejación de funciones en su supuesta responsabilidad de defensa de los derechos humanos. Una vez más, se busca conmover antes de ir a la raíz socioeconómica de un problema que tiene responsables directos y jerarquías de poder establecidos con la desigualdad como base de su funcionamiento. Prefiere darle a la composición del relato una pátina de historia de simple interés humano que interpele al público.

Por suerte no nos encontramos ante la falta de ética de otro documental reciente como Fuocoammare (Gianfranco Rosi, 2016) en el que se llegaba a unos extremos indecorosos en la denuncia —para provocar el shock en el espectador a través de un tratamiento de los cuerpos de una amoralidad aborrecible—. Se entiende en el montaje de esta película el interés de establecer la escala del problema, pero también se deja llevar por un subrayado musical totalmente innecesario y digno de reportaje televisivo amarillista. La obra acaba conteniendo todas estas contradicciones e incoherencias a pesar del esfuerzo que se puede percibir en que sus imágenes y sonidos sean capaces de expresarlo todo sin necesidad de edulcorar la realidad que muestra al servicio de la catarsis del llanto colectivo del espectador, de nuestra impotencia como individuos ante la imposibilidad de encontrar una solución. La última imagen de Cartas mojadas es un síntoma de esta forma de entender el documental de denuncia. Puede que ayude a concienciar, pero al precio de perpetuar un imaginario que aplasta su discurso con el sentido de inevitabilidad de los hechos que registra.

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