Alguien a quien amar (Pernille Fischer Christensen)

La aun corta pero pródiga carrera de Pernille Fischer Christensen sigue avanzando inexorablemente. Si en apenas cuatro años la directora danesa realizó sus tres primeros largometrajes (En Soap, Dancers y Una familia) le ha tomado otros cuatro acabar Alguien a quien amar, quizá una de sus obras más reflexivas.

Con una mezcla de temas clásicos del cine y la literatura (El retorno al hogar homérico, la soledad del éxito y los vicios) se nos presenta al cantautor Thomas Jacob, artista afamado mundialmente y aficando en Los Ángeles que vuelve a su Dinamarca natal para grabar un nuevo álbum. El retorno a su patria es completamente contrario a algo emotivo o nostálgico: obliga a su manager a que encuentre una mansión aislada y separada del mundo para que pueda estar tranquilo.

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El protagonista, del que iremos descubriendo cosas de forma sucinta, es una mezcla entre Leonard Cohen y su necesidad de soledad y de Johnny Cash como antiguo adicto que se rehabilita con grandes dosis de trabajo. De hecho, la antigua adicción será uno de los temas fundamentales, según se irá descubriendo a medida que pasen los minutos. En cualquier caso, es un bonito homenaje a ambos cantantes clásicos.

Al llegar a Dinamarca una hija perdida solicita verle. Por cuestiones de destino o de genética, su hija (con la que no mantiene una relación precisamente estrecha) también es adicta, por lo que Thomas Jacob se ve obligado a aceptar la custodia de su nieto de 11 años, Noa, a quien no conoce, mientras ella se encuentra en una crítica de rehabilitación. Acostumbrado a su soledad y con esa distancia y ese temor propios de su condición, la llegada de su nieto supone un cambio en la vida del artista al que tiene que acostumbrarse.

Esta relación, por supuesto, marcará todo el film. Es una obra minimalista, sin pretensiones, con pocos efectos y unos diálogos tan parcos como cuidados. La música estará presente en segundo plano, y como secundario es uno de los elementos conductores de la historia, pero tampoco recibe mucha más importancia. Se trata de una película que nos obliga a fijarnos en las interpretaciones de los actores, que va descubriendo la trama gracias a estas, dónde las cosas no dichas llegan a ser tan importantes como cada sílaba presente en la historia.

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Es cierto que le falta cuidado en algunos elementos, como por ejemplo la fotografía. Pernille Fischer Christensen está mucho más interesada en que nos fijemos en los pequeños gestos de sus personajes que en el entorno que los rodea. En cualquier caso, la magnífica interpretación de Mikael Persbrandt como estrella que resulta completamente inepta en su vida personal, recordando en cierto modo a Mickey Rourke en The Wrestler (Con aquel controvertido Óscar que perdió contra Sean Penn), pero añadiendo un registro vocal ‘a capella’ nada desdeñable, consigue convencer al público y, tras una primera mitad de metraje un poco lenta, la película va ganando fuerza en su última parte. La directora apuesta por buscar la fibra sensible de los espectadores y, a través de escenas de dramatismo exagerado, lo consigue.

Ayuda en esto también el joven Sofus Rønnov, que interpreta a Noa, que realiza un trabajo bastante sobrio, de pocas frases pero mucha intensidad, siendo en multitud ocasiones unos ojos acusadores, una voz muda de la conciencia. Resulta un gran contrapunto para los excesos de su abuelo. Entre los dos, consiguen llegar directos al corazón, si bien el final, por previsible y sensiblero, puede estropear un poco el efecto dramático que ha trabajado el largometraje durante los noventa minutos anteriores.

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