Un asunto real (Nikolaj Arcel)

Es curioso esto de reencontrarse Sevilla con cineastas que uno ha conocido, casi por accidente, en el propio festival de la ciudad. Así si en el 2004 Nikolaj Arcel nos sorprendió con una buena cinta de thriller político danés, El juego del rey (Kongekabale, 2004), ahora vuelve a la ciudad hispalense a presentar Un asunto real (En Kongelig affære, 2012), su última propuesta, tal vez la de mayor recorrido comercial y de proyección internacional.

Un asunto real se mueve en dos tiempos. Bajo su apariencia de relato histórico con amor prohibido de por medio en la corte danesa de mediados del siglo XVIII no está mal. Resulta lo más convencional en la obra, con una estructura narrativa que nos conocemos al dedillo y que a duras penas consigue mantener el interés en los personajes. Rey loco contrata a un médico que acaba liado con la reina, a la que desatiende el monarca de manera alarmante. Muy correcto todo, pero sin terminar de encandilarnos.

Afortunadamente esto sólo resulta ser la superficie de la cinta. Mientras avanzan los minutos comprendemos en donde reside la intención del director. Y es que el autor prefiere centrarse en esa cosa llamada la Ilustración, que recorrió la Europa de ese siglo hasta acabar —o empezar, depende de como se mire— en el asalto a la Bastilla del 14 de Julio de 1789. El “pensamiento luminoso” de Rousseau asaltaba los sueños y las esperanzas de mucha gente por un mundo más justo, donde el hombre era bueno por naturaleza y se debía alcanzar la libertad (déjenme que lo simplifique de esta manera, así, a lo burdo). Para hablar de esta idea, el cineasta utiliza a los personajes.

Así que tenemos un rey al que todos consideran que está como una puta cabra, que se dedica a ir a prostíbulos y delegar sus tareas en el conservador consejo que rige el país ajeno a las ideas de la Ilustración y a hacerle poco o nada de caso a su esposa, una reina inglesa que ha recibido en su infancia cierta educación de ideas acordes con la época y se siente prisionera en la fría y oscura Dinamarca.

La cosa cobra interés cuando el nuevo médico del rey, un Mads Mikkelsen más contenido de lo habitual, consigue convertirse en algo así como un padre para el monarca, mientras calienta la cama a la reina, y juntos consiguen transmitir y/o utilizar al rey para introducir las nuevas ideas. Ideas, que no van a sentar nada bien a la Iglesia o a parte de la aristocracia (siempre me ha sorprendido que la misma Ilustración fue abrazada por no pocos aristócratas. En la Iglesia, como que no hubo muchos defensores).

La verdad es que quien se lleva el gato al agua acaba siendo el personaje del rey, con un Mikkel Boe Følsgaard simplemente colosal, que va pasando por una multitud de capas (de loco, a rey despreciable, a patético, a simpático, a pobre diablo, a leal compañero, etc.) sin despeinarse y con una coherencia brutal. Nunca estamos seguros de todo lo que llega a saber o a intuir sobre su esposa y su amigo, ni tampoco podemos estar del todo seguros sobre si se deja arrastrar por la pareja o él mismo desea traer nuevas ideas al país.

Así, Dinamarca se transforma, pero claro, las fuerzas oscuras de la Iglesia y de buena parte de la aristocracia están ahí para evitar la barbarie de nuevas e insolentes ideas. Lo que ocurre es un choque, que sucedió en mayor o menor medida por toda Europa, con resultado incierto, y que terminó con revoluciones y un siglo XIX salpicado de levantamientos por todas partes.

Así, mientras asistimos a la historia de amor entre la pareja de tortolitos, lo que verdaderamente nos interesa son las intrigas palaciegas, los métodos para convencer al rey de llevar a cabo las reformas o de cómo las ideas de la Ilustración penetran hasta en los lugares más recónditos. Todo con unos personajes perfilados de forma sencilla (salvo el rey, que me parece una puta maravilla de personaje. Comienza siendo una especie de chiste barato de aquella representación de Mozart en Amadeus, con risa odiosa incluida, para acabar moviéndose como pez en el agua en la ambigüedad emocional y racional), pero no simple. Hasta los malvados no pueden evitar tener sentimientos, cosa que se agradece. Hay un gris del que nadie se salva.

La cinta enfila su parte final dirigiéndose a la masa. A ese pueblo ignorante y cruel al que, sinceramente, la ilustración le queda grande todavía. Todo un acierto.

En fin, ojalá volvamos a encontrarnos al bueno de Nikolaj Arcel otro año por Sevilla.

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