Sesión doble: Harry y Tonto (1974) / Están todos bien (1990)

Cuando alguien piensa en asociar una road movie con la madurez venida a más (algunos lo llaman también vejez) siempre piensa en Una historia verdadera de David Lynch. Nosotros miramos un poco más lejos para recomendaros dos películas imprescindibles en este sub-subgénero. Primero Harry y Tonto, que Paul Mazursky nos presentó en 1974. Le sigue el film del italiano Giuseppe Tornatore de 1990 Están todos bien. Dos películas que disfrutar en movimiento.

 

Harry y Tonto (Paul Mazursky)

Producida en el mejor momento de la carrera de Paul Mazursky (esos años setenta que sirvieron para dinamitar, en el buen sentido, al cine estadounidense), Harry y Tonto forma parte de esas películas que quizás han visto erosionar su contorno por el paso de los años, pero que igualmente conservan bien fresca su potente carga emocional y honestidad en su apasionado intento de aunar el reflejo del contexto histórico en el que se sitúa la trama (aquella América de los setenta despojada de su superficial inocencia) con esa mirada melancólica y siempre existencialista que supone otorgar el protagonismo de la trama a un septuagenario al que le han despojado de sus posesiones (un vetusto apartamento neoyorquino al borde de la ruina) y al que únicamente le ampara la compañía de su tierna y fiel mascota Tonto, un gato que le propicia el cariño que su familia no consigue dispensar.

Art Carney lideró el relato de principio a fin componiendo uno de esos personajes que marcan la carrera de un actor (siendo galardonado con un merecidísimo Oscar al mejor actor por ello), el de un anciano desamparado pero contestatario que no se conforma con acabar con sus huesos entre las paredes del olvido, tratando de pelear dignamente por su lugar en el mundo. Un mundo ácido y cruel para el que la vejez es una molestia que hay que ocultar. Mazursky consigue imprimir un conmovedor cuento otoñal bajo el disfraz de una road movie en la que no hay cabida para príncipes ni finales felices, una oda que reivindica la madurez como vía de escape a la falta de libertad que atenaza a una sociedad temerosa de cuestionar sus cimientos. Pues Harry y Tonto toca desde su levedad multitud de esferas y aristas: la soledad, la carencia de amor, el sentido existencial y de la misma muerte o la destrucción de los valores tradicionales en una sociedad contaminada de esquizofrenia.

La película avanza lentamente, como una especie de tragicomedia o comedia triste como me gusta a mí denominar a este tipo de historias en las que existe hueco tanto para las risas como para las lágrimas, explotando asimismo las oportunidades simbólicas de una epopeya de tintes filosofales. Así durante el transcurso del viaje que emprenderemos en compañía de Harry y de Tonto descubriremos a toda una galería de variopintos personajes apresados por su inestabilidad emocional (como ese nieto hippie del protagonista al que le da alergia la madurez, esa prostituta humanista que busca dar alegría a los desvalidos como Harry, esa autoestopista adolescente que terminará emparejándose con el inocentón del nieto de Harry o esa entrañable ex-novia de nuestro héroe aquejada de Alzheimer que transitará en soledad sus últimos días en este mundo tras haber conocido tiempos mejores en su época de juventud como bailarina).

Todos ellos personajes mimados hasta el más mínimo detalle por Mazursky, incluso los egoístas vástagos de Harry, unos adultos amargados que han olvidado sus raíces fracasando tanto laboral como familiarmente. La carretera aparecerá por tanto como un icono de libertad por un lado y de muerte por otro. Del final de una época, de la conclusión del itinerario sin haber logrado ninguno de los objetivos marcados, sino confirmando la indigencia que nos espera cuando las canas comiencen a aparecer en nuestro cabello y ya no seamos útiles para la sociedad en términos económicos ni materiales. Pero también el filme dejará un pequeño poso de esperanza radiografiando la lucha de un anciano por seguir adelante pese a los incalculables obstáculos que halla en su camino, siempre en compañía de su mejor y más sincero amigo, ese gato llamado Tonto que le entregará su apego sin solicitar nada a cambio. Sin duda Harry y Tonto amanece como un producto sentimental y triste, a la vez que hermoso y divertido, una obra a reivindicar en virtud a sus nobles y modestas intenciones.

Escrito por Rubén Redondo

 

Están todos bien (Giuseppe Tornatore)

Explotar la melancolía

Muchísima gente recuerda Nuovo Cinema Paradiso. La película —la segunda que filmó Giuseppe Tornatore— fue un éxito que, con el paso del tiempo, se volvió un clásico popular. Que tantos la vean hoy en día y la tengan entre sus favoritas no significa que sea una obra maestra ni mucho menos. La historia que retrata cómo al mundo le importa poco el amor y la conservación de las cosas viejas es a día de hoy —como en aquel entonces— una película para todos los gustos. La melancolía puede que sea una red de franquicias que da rédito allá donde pongan una sucursal. Stanno tutti bene, el tercer trabajo de Tornatore detrás de las cámaras, siguió el camino de su predecesora, pero no cosechó los mismos frutos.

Un viejo siciliano —interpretado por el que quizá, para algunos, haya sido el mejor actor de la historia del cine: Marcello Mastroianni— pretende reunir a todos sus hijos alrededor de la mesa familiar. Pero como ninguno es capaz de viajar hasta el sur, decide ir él mismo a visitarlos. Empezando por Nápoles y pasando por Roma hasta llegar a Milán, va en busca de los cinco que él siempre verá como los niños que fueron alguna vez. Tras la fachada de éxito que construyó cada uno, se esconde un montón de basura y secretos. Las mentiras que los hijos le propinan al padre se originan, según dicen ellos, en la exigencia con que él los formó para el futuro. El fracaso parece importarle a este fanático de la lírica que usa los típicos anteojos culo de botella más que la evidente infelicidad.

En cierto sentido, la película tiene algo de homenaje al cine de posguerra italiano. Acusa la influencia del Fellini más teatral —¡el protagonista hasta hace una parada en Rímini, la ciudad natal de Federico!— y de Vittorio De Sica. El problema es que todo homenaje, como es sabido, termina por ser más viejo que el homenajeado. Si de algo puede presumir el cine de aquel período —y el de estos dos directores, por nombrar un par entre varios genios— es de una frescura a prueba del tiempo: una película como Amarcord —con la cual comparte recursos poéticos— no hace más que permanecer joven, como si se hubiese filmado ayer. Stanno tutti bene, a pesar —o con él— de haber sido filmada a principios de los noventa, tiene por lo menos cuarenta años más —con el agravante de que si se hubiese hecho en aquel entonces no pasaría de ser una obra que repite un modelo—.

Quizá una de las mayores falencias se deba a su ambición. Para el que haya sobrestimado su anterior trabajo, lo de Tornatore en esta película puede resultar estrepitoso. Pero en verdad nada prometía que el director fuera a ser un perspicaz crítico de la sociedad de su momento: más bien alguien que supo componer una melodía efectiva para una triste canción. Stanno tutti bene pretende endilgarle todos los males a un solo enemigo: el paso del tiempo. La televisión —como decía el Fellini de Intervista, una película contemporánea— es culpable de exaltar los valores equivocados; la opinión de los demás vale más que la búsqueda de la felicidad genuina. Hay un error de juicio: el destino de estos cinco hijos no está signado por la corrupción de los nuevos tiempos —que a medida que avanzan, como repiten los conservadores, mayor es su podredumbre—, ni tampoco porque este anciano, en lugar de ponerles entre los dedos de la mano un billete, les haya exigido que fueran «alguien en la vida»”. El futuro se escribe en el momento en que privan a un niño de la posibilidad de elegir, en el mismo instante en que no le otorgan las herramientas para modelar su propia visión del éxito.

Es verdad que algunas escenas encuentran el corazón del espectador pero no es menos cierto que se debe a la feliz actuación de Mastroianni que con una pausa puede hacer que aparezca el abismo y con una sonrisa convoca toda la ternura del mundo. En las películas de este estilo, como en cualquiera que apueste, más que por la sinceridad, por la manipulación a veces excesiva de los sentimientos —y entre los muchos ejemplos actuales que pueden ponerse, el de la filmografía de Juan José Campanella brilla por el parecido— existe un límite fino entre la buena intención y el resultado simplón al que se llega por la vía del reduccionismo. Para hacer una obra de arte valiéndose de un solo personaje que lleve la inocencia como bandera y se enfrente a todos los obstáculos sin abandonar el entusiasmo o hay que ser muy justo o hay que llamarse Chaplin. La vida no se divide entre buenos y malos, ni tampoco entre ingenuos y mentirosos: la miseria, gracias a Dios, es patrimonio de la humanidad.

Escrito por Juan Cruz Bergondi

 

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