Paul Verhoeven… a examen

«Come con las manos, come con los dedos
No habrá servilletas ni servilleteros.»

La Fiesta Medieval, Los Nikis

En Elle Isabelle Huppert habla en dos ocasiones a su gato: una para reprenderle por haber sido un mierdas que no la defendió al entrar un intruso en su casa para violarla, y otra para de nuevo regañarle por ser una mala bestia y estar comiéndose un pájaro que se había dado un trompazo contra el cristal de su salón. Ese gato de Schrodinger es o un manso o un salvaje según desde la circunstancia que lo mire la Huppert. Paul Verhoeven es un señor que hizo física, y de alguna manera parece aplicar sistemas de observación cuánticos a algo tan complejo como es la realidad: a él no le sirven los sistemas binarios de bueno y malo que se sostienen durante épocas y biografías el relato fabulador que crea el hilo narrativo del mundo real dividiendo exclusivamente en negro y blanco le da la risa. Verhoeven piensa que José Bretón algún día habría en el que fuera un ciudadano sin mácula, igual durante meses; que Josef Fritzl de padre regular pero lo mismo de jefe y de vecino fenomenal; que la Velvet Underground tiene un disco malo y Murakami un libro bueno y eso no convierte ni en bazofia a los primeros ni en un autor en que desperdiciar el tiempo al segundo. La Edad Media tiene una de las tradiciones más notorias en cuanto a lo de articular su relato en torno a buenos muy buenos y malos malísimos; o proyectabas luz o eras sombra. En Los Señores del Acero Verhoeven se ocupa de esa época. Y encima en un periodo liminal, el año 1501: fin de la Baja Edad Media una década atrás y ya inmersos sus habitantes —para los historiadores del futuro— en el Renacimiento.

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Para Verhoeven la situación era idéntica a la de quienes se encontraban en ese periodo bisagra: todavía aferrado a la nimia posibilidad de seguir haciendo cine en Holanda mientras intentaba alcanzar con su otra mano el brazo que le tendían desde Estados Unidos, la película terminó siendo una caída en España (lugar donde se filmó, detalle que aprovechó hace poco el gran Óscar Aibar para tratarlo en un episodio de Cuéntame) con financiación de un buen puñado de países distintos. Este hecho ocasionó que cada parte del mecenazgo intentase inmiscuirse en aspectos de la trama urdida por Verhoeven y su socio de toda la vida Gerard Soeteman, ya fuera añadiendo o censurando detalles; consecuencia de estas intromisiones fueron que Paul hiciese por primera —y última— vez en su vida un film sin tener un storyboard, así como la inclusión de una trama amorosa que de base no estaba prevista. También supuso que Verhoeven estuviese a un pedo de dejar esto del cine para dedicarse a cualquier otra actividad, aunque eso es otra historia que supone hablar de la manera en la que se desarrolló el rodaje, las jaranas sin freno de todos los técnicos y demás hechos colaterales al film.

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Los Señores del Acero se llama Flesh And Blood. Carne y Sangre, en su traducción literal. O, en simbolismo obvio, Sexo y Muerte. Lo primero es constante: la gente no rica folla sin parar, ya sea de forma consentida o violando, y los métodos contraceptivos son o procedentes de libros prohibidos por el cristianismo imperante o prácticos rollo separar un tercero a los que anden faciendo el coito a la manera del que separa a su yorkshire de un gran danés en el parque. Fruto de esta ubicuidad sexual es la todavía más omnipresente muerte, casi fruto de intentar vencerla en pos de la pervivencia de la especie a base de tener no hijos sino camadas. Aumentar las probabilidades de transmisión de herencia genética que sobreviva a la miseria imperante, la constante violencia y abuso de poderes y, sobre todo, la peste. Que arrecia que ni el trap en España, sin intención alguna de identificar lo primero con lo segundo más allá de querer insinuar que Yung Beef merece que Verhoeven le haga un biopic en la onda New Kids Turbo. Todo esto de sexo y muerte, en resumen, se clava en la secuencia con el beso bajo los dos ahorcados putrefactos: el suelo ha chupado su semen, de ahí nació la mandrágora y una chica y un chico se besan por primera vez. Niegan a la muerte contrastando a través de sus jugos salivales si les será posible esquivarla con descendencia, que es para lo que los mamíferos bípedos con Instagram hacemos la mandanga esa de juncar bocas.

El espectador ochentero de una película presuntamente de aventuras medievales se enfrenta con un problema tochísimo al ver Los Señores del Acero: se le niega un héroe y un villano. El relato de aventuras precisa de uno y de otro, de hecho no existe el uno sin el otro. Los propios personajes de Verhoeven representan con sombras chinescas este relato, se explicita de forma autoconsciente. Verhoeven y Soeteman trazan dos protagonistas masculinos ambiguos, y las mismas decisiones y dilemas a las que les someten de continuo son las que tiene el espectador respecto a con quién debería identificarse. ¿Es mejor el pijazo civilizado que reniega de lo popular y de todos los ritos costumbristas que el salvaje mercenario que come con los dedos y antepone la violencia a la razón? ¿Acaso es más digno el que obliga a sus subalternos a acompañarle cuando busca venganza que el que procura a los suyos la mejor de las suertes? ¿Es más inhumano quien es un salvaje porque no le queda otra para sobrevivir o el que a sabiendas de lo que hace y sin necesitarlo, por mero capricho de orgullo herido, es capaz de arrastrar a otros a una muerte segura e incluso inducirla infectando de peste el agua? Hay una escena que ilustra muy bien esto en la cual el pijazo le lanza una piedra a todo el morro un perro que se dispone a beber agua contaminada de peste. A ojos de PACMA eso es intolerable e igual motivo de linchamiento eterno, pero a ojo de Verhoeven es simplemente un dilema que resuelve un personaje dentro de ese no parar de decisiones para nada sencillas que tiene toda vida.

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La protagonista, en realidad, es Jennifer Jason Leigh. Verhoeven hace que tengas que empatizar con ella la que más. De niña adinerada repelente y caprichosa pasa a mujer, y de una de las maneras más bestias que se puedan dar: Rutger Hauer, como líder de su comuna de salvajes/desheredados, procede a violarla. Una violación rollo San Fermines, de esas que tantas personas componen el grupo, tantos distintos tipos de semen encuentra un forense en tu vagina. Ahí Jennifer se hace mujer en términos sexuales —al ser desvirgada— y de forma literal, pues la que hasta hace un rato era una niña ha de tomar una decisión si quiere seguir viva. Y decide revertir la situación, pase a ser ella la que toma la iniciativa casi violando a Hauer. Era o eso o la violación múltiple más una muy probable muerte. De aquí en adelante Jeniffer se convertirá en una estratega que moverá los hilos de su captor pero también de su rescatador a antojo, la astucia y el uso de su sexo garantizarán su supervivencia fluctuando de forma ambigua siempre su decisión definitiva sobre con quién se alinea: por un lado salva de morir a Hauer hasta en dos ocasiones y le permite huir en libertad al final, pero por otro no ceja de dar pie a que el pijazo le ronde y es con quien termina. Jennifer, en realidad, bascula entre el ideal de amor romántico que le han vendido con el chico y la parte más animal y práctica, la de Hauer siendo el macho alfa que siempre está ahí para garantizar ningún otro macho se acerque a ella. Es muy parecida la escena de Jennifer masajeando bajo la mesa la polla de Hauer con la de la cena de Navidad de Elle en la que la Huppert hace lo mismo con otro salvaje bien semejante a Hauer. Y es que igual Verhoeven no le considera tan salvaje: permite hasta en dos ocasiones que un arcoíris comparta plano con Rutger, primero cuando la revelación del Santo en el exilio de su tropa y después ya en el castillo cuando él mismo pasa a ser un Santo a través de un efecto de perspectiva que le pone alrededor de la cabeza la movida esa que llevan los Santos en la cabeza que no sé cómo se llama. Y, además, narra una relación homosexual tan pero que tan sutil entre dos de los mercenarios que es que ni te enteras. Puto Dios Verhoeven.

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Escrito por José Sanz Gallego

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