Para Minha Amada Morta (Aly Muritiba)

Pocos días antes de ver Para Minha Amada Morta mi madre me contaba algo que sucedió en la panadería. Una mujer del mismo barrió entró y tras saludar a los allí expuestos fue directa a mi madre y le dijo: «¡Ay, me ha pasado lo mismo que a ti!» y ella, extrañada y fuera del pensamiento de la señora le preguntó qué le había sucedido. Ella volvió a exclamar: «¡Me he quedado viuda!» Imagino el proceso mental de mi madre. Primero asimilar la muerte de su marido. Luego asumir el error y con celeridad mostrar dolor por la pérdida del ser ajeno. Queda aclarar que mi padre sigue vivo, pero pese a la confusión, el marido de esa mujer está muerto, siempre permanecerá muerto.

El «proceso mental» lo pude visualizar porque mientras me lo contaba tuve esa misma sensación. Debí asumir que para alguien mi padre probablemente llevaba meses, incluso años muerto. Esa mujer veía a mi madre por la calle y se lamentaba por una pérdida inexistente. También que una persona que no ubico (tal vez ni siquiera conozca) ha muerto. Hay personas que le lloran desde hace tiempo, pero yo lo descubrí en ese instante.

Todo esto me lleva a una conclusión anticipada a la hora de ver Para Minha Amada Morta: todos morimos tantas veces como alguien da a conocer nuestra muerte. Pero no moriremos por completo hasta que desaparezcamos de la memoria histórica. Algún día llegará el momento en que nadie deba asumir nuestro fallecimiento, no hay sorpresa, no hay desazón asociada a nuestro nombre, lágrimas secas que anuncian que nuestro tiempo, al fin, ha terminado.

Aly Muritiba incide en ese proceso de duelo, donde asumir la muerte del ser amado se traslada a un trance en el que comprender todo lo secreto de aquella persona que ya no va a responder a más preguntas. Así nos encontramos con una historia a medio fuego, donde la muerte es ya el pasado, pero el recuerdo, el olor, la huella ha quedado impregnada en un esposo y un hijo que mantienen el calor de la madre ausente. Un pesado ritual la mantiene con vida: planchar su ropa, ordenar sus zapatos, dar un aspecto femenino a sus vidas a través de las pertenencias de aquella persona que ya no está. El recuerdo del padre es la rutina del hijo, que lentamente se apodera de esta costumbre, cuando es el adulto quien descubre un agujero negro en el pasado común del matrimonio.

Muritiba utiliza viejas grabaciones, otra incidencia en el recuerdo, para descubrir algo nuevo que perturba la metodología del protagonista, fotógrafo forense para la policía, que tanto retrata seres sin vida como seres sin ganas de vivir, recordando a esa visión inicial de la cámara de fotos, un aparato inventado para robar almas.

El silencio sepulcral toma otra sonoridad al obsesionarse con ese descubrimiento, y desnortar sus pasos tras una verdad hiriente, algo que permita conocer verdaderamente a su amada. Si hasta el momento la empatía formaba parte del relato, de repente nos sentimos ajenos, extraños en un mundo que se empeña en demostrar la hostilidad de lo desconocido.

Una nueva película aparece, donde la frialdad acoge nuevos escenarios (pobreza, religión, familia), inéditos para un protagonista que ha mudado su rostro para siempre, aprovechando ese perfil policial que racionaliza sus actos. Imitar una vida entre extraños para buscar (no tanto intentar conseguir) una respuesta coherente a una pregunta que nadie hizo, este es el verdadero genio de Para Minha Amada Morta, donde la muerte es la excusa para desplazar los sentimientos a un ratio inexistente, teniendo claro el mensaje que arrojar, donde nada de lo que ocurre es casual, y las miradas de este pulso entre dos hombres, ambos ignorantes de la intención del contrario, son tan precisas como envolventes en tristeza. De las grabaciones en vídeo pasamos a los reflejos, los silencios se emplean para forzar palabras culpables, y siempre se nos expone la sensación de vivir entre sombras, un fantasma que intenta desestabilizar la vida de los otros, lo que en realidad significan los secretos.

Aquello de no morir del todo hasta que no importe tu muerte es una sensación muy ligada a la película, donde la información es un poder del que no se puede disfrutar plenamente. Es desgarradora la intencionalidad de Muritiba, que nos somete a un intento de racionalizar sentimientos —algo prácticamente imposible—, mientras desmorona la belleza de la comunicación haciéndonos partícipes de un misterio que solo conocemos a medias.

Porque nada es tan fácil como debiera, y un acto de duelo se puede deformar hasta despertar una ira controlada, que consigue pesar más que la misma pérdida, y así es como con las proximidades entre personajes mudos y ciegos —con un Fernando Alves Pinto fuera de toda norma— despierta el suspense y la tristeza por partes iguales.

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