Black Angel – Senso 45 (Tinto Brass)

Es posible que las nuevas generaciones, sumidas en toda una artillería visual que desde los medios han hecho que la sutileza de lo incorrecto pase a mejor vida, no sepan que el director italiano Tinto Brass es uno de los nombres propios del cine erótico europeo. En ese contexto el cineasta milanés sea el más relevante de su década de eclosión debido al impacto mediático que obtuvo gracias a obras tan subversivas y transgresoras de la época como Salón Kitty o su más que probable amplía aportación en Calígula, con alusiones incluso a escenas de sexo supuestamente reales. Aunque su peso y transgresión acabasen casi siendo una parodia en sí mismo durante los posteriores años a su cénit, Brass aún continua una carrera dedicada enteramente al erotismo y nunca alejada de acusaciones sexistas. Promulgó un singular cine de autor vanagloriando las relaciones íntimas entre el hombre y la mujer, siempre bajo un trasfondo de cierto retrato social y mostrando una confesa y pretendida incursión en el lado más perverso y lujurioso del erotismo. Pero, como decimos, nos encontramos en mundo visual ahogado por lo explícito y lo contundente que sumió la perversión del erótico en una rotunda pornografía, que no ha impedido que Tinto Brass siga fiel a su estilo. Uno de sus últimos proyectos es Black Angel, que data del año 2002, y donde la actriz italiana Anna Galiena interpreta a la mujer de un ministro del gobierno de la Italia fascista que emprenderá una pasional relación con un oficial de las SS.

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Basándose en una novela de Camillo Boito que ya había adaptado en 1954 Luchino Visconti con Senso, en Black Angel se verán muchas de las características que han ido originando el curioso imaginario del director italiano; un trasfondo histórico con cierto tratado (aquí los últimos días de la Segunda Guerra Mundial), el carácter promiscuo de su protagonista (una Anna Galiena ensimismada en su papel) o esa conjugación de poso de cine vanguardista con un premeditado eje en la megalomanía de las escenas de sexo. A este respecto, o al menos eso parece asimilarse, Brass pretende una vuelta a sus orígenes, respetando la parte más delicada de la lascivia por la que se mueven los personajes. Curioso sería analizar el peso que pudiera ejercer el componente sexual mostrado aquí en un espectador actual acostumbrando a todo tipo de artillería visual en este campo, aunque lo clasicista de su puesta en escena (señalando aquí, especialmente, en sus insertos en blanco y negro) hará que la desmedida importancia que Brass da a sus escenas de sexo quede algo lejano de la gratuidad habitual que el cine italiano de géneros promulgaba hacia el erótico. Respecto a esto, Brass seguirá leal a ese sentimiento tan italiano respecto a lo erótico, subiendo el tono de su apuesta progresivamente pero sin abandonar cierto refinamiento ante la cámara.

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Dos aspectos podrían acentuarse como relevantes en Black Angel: uno, Anna Galiena, absolutamente impresionante y aguantando perfectamente los envites escénicos que Brass le propone, logrando también que el componente dramático de su historia quede bien planificado; su personaje vive sumido en un triste y monótono matrimonio del que se aleja ahogado por la lujuria, con un telón de fondo tan lúgubre y de cierta melancolía como es la Italia fascista. Otro punto interesante nos vuelve a remitir a las escenas eróticas, que aquí parecen encubiertas de cierta oscuridad, anexas a lo sombrío del drama bélico. En este sentido Brass suministra muy bien el tono de su apuesta, siendo fiel a los principios que lo han convertido en historia del cine europeo. Cierto es que el ritmo coqueteará con la irregularidad, otro patrón clásico de su obra, yéndosele la narración a unas dos horas quizá demasiado extensas para su historia. Black Angel, aún así, aportará cierta sobriedad a una historia y trasfondo ya muy concurridos, que parece por su estética venidos directamente del cine más europeísta de la década de los 70. Esta afirmación seguramente sea uno de los mejores halagos que se le podrían hacer tanto a la película como a un Brass que en aquel año 2002 aún rendía su crédito de obras venidas del lado más transgresor del cine de géneros de los 70.

En su ambientación encontramos una Venecia decadente, esperando la resplandeciente estampa de la conclusión de la Guerra. No estaremos ni mucho menos ante la mejor película de Brass, aunque su sensibilidad hacia la voluptuosidad y la lujuria del drama siguen intactas, aquí en una diatriba tan italiana como la de mezclar lo erótico con el fetiche del uniforme nazi (que a tantos éxitos de la explotación nos pueden recordar, como implícitamente se alude en una escena intermedia del film, y ya puestos a una de las últimas películas de Paul Verhoeven), y que dejan claro ese manifiesto interno de Brass hacia lo que muchos ven como una manera gratuita de exhibir sexo: ese festival de emociones que afloran de la perversión y el sentimiento, aquí inmiscuido en un drama puramente más humano de lo que parece.

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