Sesión doble: Cuando el viento silba (1961) / Un hombre de suerte (1973)

El ‹Free Cinema› británico regresa a la sesión doble con dos nombres de dos de sus cineastas más representativos: por un lado Bryan Forbes, que debutaba a inicios de los 60 con Cuando el viento silba; y Lindsay Anderson, autor de reconocibles trabajos como If del que, sin embargo, rescatamos Un hombre de suerte, protagonizada por uno de los iconos de los años 70 además de ser un habitual en el cine del cineasta de origen escocés, Malcolm McDowell.

 

Cuando el viento silba (Bryan Forbes)

El entonces actor londinense Bryan Forbes realizó, asociado con Richard Attenborough como productor, su primera película como director en plena efervescencia del Free Cinema. Esta fue Cuando el viento silba, una adaptación de la novela homónima de Mary Hayley Bell, que cuenta la historia de unos niños que resguardan y protegen a un fugitivo de la justicia tras confundirlo con Jesucristo. Para el papel principal se eligió a la hija de la escritora, una entonces adolescente Hayley Mills que disfrutaba de un estatus reconocido de estrella infantil gracias a su interpretación en la Pollyanna de Disney.

Cuando el viento silba es, como resultado, una película eminentemente centrada en la visión infantil; tanto es así que, si exceptuamos al misterioso criminal —aquí bautizado como Blakey, un asesino prófugo—, los adultos en ella apenas alcanzan a tener un rol secundario. Esto proporciona un aura de complicidad a la obra con sus protagonistas que sirve a la cinta para proporcionar, desde una premisa que parecería una burla cínica a la fe y la credulidad, una mirada pura e inocente a los acontecimientos. Sabemos que Blakey no es trigo limpio y que sólo permanece allí por su propia seguridad, pero también nos adentramos en el punto de vista de Kathy y el resto de los niños que, sin ninguna prueba pero con la ingenuidad que les caracteriza, dan forma a un relato de la situación que responde a su manera de ver el mundo, a su educación y a su concepto de la fe.

Para realizar un filme como este hay que caminar una línea muy fina entre dos abismos, el ya mencionado de la mirada ácida y cínica, burlándose de la credulidad de los niños, o el de la exaltación cómplice, en el que se compre por completo la ficción que mantienen éstos y se convierta en un alegato religioso. Ambos habrían dado obras tal vez no tan buenas ni interesantes, pero definitivamente muy distintas de esta, cuya intención es más bien adoptar una perspectiva humanista con lo que está narrando, respetando el punto de vista de sus personajes, ahondando en cómo les afectan su entorno y sus vivencias, y en definitiva comprendiendo qué hay detrás de este impulso y por qué es importante o significativo para ellos creer.

En ese sentido es donde la vertiente de cine social de la cinta, entendido el cine social como una observación de costumbres y motivaciones cotidianas que generan necesidades en sus personajes, adquiere una dimensión ineludible. Forbes pone el foco en la educación conservadora y mojigata que se proporciona a los niños, enseñándoles a rezar antes siquiera de comprender el concepto de Dios y de fe, así como en la naturaleza represiva y oscura del mundo de los adultos, como se muestra en las secuencias iniciales en las que los tres hermanos protagonistas salvan a unos gatitos de una muerte horrible y los resguardan en el establo de su casa. Es a través de estos precedentes como se logra entender la necesidad social y emocional detrás de la ficción que los niños se montan y comparten entre ellos, y de la que Blakey se convierte en el único adulto cómplice, inicialmente confundido y dejándose llevar, pero poco a poco siendo consciente de la importancia que tiene para ellos.

El resultado es una película realmente maravillosa, una observación de la infancia llena de respeto y con un sutil aunque contundente comentario social de fondo. Con toques cómicos y ligeros dentro de la lógica del juego infantil, deriva a un punto de vista dramático ejemplificado a la perfección en las interacciones entre Blakey, que va entendiendo su rol y busca inconscientemente en ello una redención personal, y Kathy, que interpretación inapelable de Hayley Mills mediante, ejemplifica como nadie la inocencia, la fe y la necesidad de salvaguardar su visión del mundo y sus emociones frente a todo aquello que la rodea.

Escrito por Javier Abarca

 

Un hombre de suerte (Lindsay Anderson)

Cuando Malcolm McDowell aseveró en una entrevista que disfrutó enormemente interpretando a Alex DeLarge, protagonista de la polémica y extraordinaria La naranja mecánica, tendríamos que interrogarnos acerca de sus sensaciones al ponerse en la piel de un vendedor de café dos años después, en un rol más próximo a la vida cotidiana que la de un criminal sin escrúpulos en un futuro distópico. Un hombre de suerte, de 1973, tiene intención de pertenecer al movimiento del Free Cinema, ya que enhebra una crítica a la maquinaria capitalista no exenta de delirio, con las peripecias de un joven de la clase obrera como hilo conductor.

Nominada a la Palma de Oro en Cannes ese año, es difícil ajustar nuestras lentes cuando vemos a McDowell acercarse a una compañera de trabajo con las mejores intenciones. El carácter grácil y cómico de la película queda ya impreso en los primeros minutos, pues se abre con la escena de un ensayo musical en el que participa el teclista Alan Price, para que quede claro que nos encontramos en la época de Los Beatles.

Si bien Un hombre de suerte es devota de este ilustre movimiento cinematográfico, capitaneado por los ínclitos Ken Loach, Tony Richardson o John Schlesinger, hay escenas que guardan un cierto parecido con los Monty Phyton, sobre todo en lo relativo a las transiciones, a algunas imágenes disparatadas y al tono ligero que impregna el desarrollo. No es una parodia, de hecho hay muchos instantes que rayan en el drama, pero cuando este parece florecer siempre aparece o una criada semidesnuda, símbolo del desprejuicio sexual de la época, o una madre con dos hijos que sacan al protagonista de un apuro. Los andares, la expresión facial y los gestos desinhibidos de McDowell también coadyuvan a que el espectador se haga a la idea de que el suyo será un trayecto marcado por lo inesperado y lo insólito.

El film se dilata hasta las tres horas, dejando que la pátina surrealista cobre fuerza de forma paulatina. El personaje recorre un entorno por momentos idílico y por momentos destructivo, como si el director Lindsay Anderson quisiera retratar el Reino Unido pre-Thatcher desde diferentes ángulos. Su relato es excesivamente fragmentado, lo que dificulta que el drama como tal funcione y sintamos una conexión creíble con los personajes, pero este desperfecto queda paliado por el aliciente humorístico. La escena sadomasoquista del jurado, por ejemplo, verá ecos en El fantasma de la libertad, de Buñuel, película estrenada al año siguiente y que contragolpea sutil y ácidamente a los poderes fácticos.

Un hombre de suerte se contenta con ser un popurrí de diferentes estilos y géneros cinematográficos, pensando sobre todo en el romance y el mudo, el musical y el sonoro. Hay que verla como una celebración más que como un film cohesionado, que aunque no quiere dividirse en episodios y desea tener un carácter unitario, puede decodificarse como una desmitificación del viaje del héroe o como el retrato de un período que no conoció los límites.

Escrito por Arnau Martín

 

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