Mucho ruido y pocas nueces (Joss Whedon)

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Tras forjar su nombre en el terreno televisivo para alzarse mas tarde como uno de los directores más importantes del cine contemporáneo, Joss Whedon ha decidido desafiar su propio prestigio asumiendo el reto de adaptar una de las obras más reivindicados del autor británico William Shakespeare. Un reto que no se reduce únicamente en la decisión de llevar a la gran pantalla una nueva interpretación del clásico, sino también en el hecho de hacerlo mediante una película de bajo presupuesto, rodada en menos de dos semanas y llevada al territorio del siglo XXI. En incontables ocasiones se ha hecho mención de las múltiples influencias shakespirianas presentes en la joven carrera del director, siendo una de los ejemplos más evidentes la muy comentada escena de Los Vengadores, esa en la que los personajes Thor y su hermano Loki discuten en medio de la noche, en lo alto de una montaña rocosa. Por eso no sorprende que, aun tratándose de una producción totalmente diferente a los anteriores trabajos del director, Mucho ruido y pocas nueces contenga ciertos rasgos autorales que trasladan la película a un contexto no muy diferente al de su reciente incursión en el mundo de los superheroes.

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En el arranque de la historia, el film choca con el obstáculo que con más previsibilidad se arriesga a encontrar cualquier adaptación que lleve al terreno contemporáneo una obra escrita hace siglos: el hecho de hacer uso de unos diálogos acordes con una época ya pasada en pleno contexto modernizado. Como es natural, observar a empresarios del siglo XXI haciendo uso de un lenguaje perteneciente a la edad moderna causa cierta desorientación en un primer momento. No obstante, en parte gracias a una interpretación tan natural como contenida por parte de los actores, en parte por la seguridad y despreocupación con que Whedon despliega su puesta en escena, uno acaba acostumbrándose a ello sin problemas, llegando a olvidar el choque que en un primer momento supuso tal confrontación. El resultado de todo es una especie de universo ficticio, muy alejado del realismo, en el que las reglas del juego no corresponden a la ética contemporánea y donde a los personajes les es permitido expresarse con naturalidad aún usando un lenguaje muy distinto al que estamos acostumbrados.

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Así como en su anterior película Joss Whedon nos convenció de que sus personajes eran capaces de volar por los cielos y de transformarse en verdes criaturas gigantes, éste nos convence ahora de que los protagonistas de su último trabajo pertenecen a un contexto donde la ética y la expresión verbal siguen los cánones de una época pretérita. De ahí la afirmación de que su último trabajo no difiera tanto de su incursión en el territorio Marvel; ambas películas plagadas de rasgos autorales, empleados para dibujar un contexto tan surrealista como idóneo para relatar los acontecimientos deseados. Existen, además, otros dos aspectos que contribuyen en dar forma a este universo paralelo que Whedon plantea en su personal adaptación de la obra shakespiriana. El primero no es otro que el humor, siempre presente en esta película con la misión de suavizar el drama, reduciendo así los aires de culebrón que pudieran existir en la obra original. El segundo, y el más definitorio del film, es el empleo de la ironía, la presencia de un gamberro punto de vista que convierte las acciones de los personajes en caricaturas de ellos mismos.

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