Los restos del pasar (Luis (Soto) Muñoz, Alfredo Picazo)

Hoy en día, las imágenes han perdido el poder de trascender, y debido a las plataformas y redes sociales han acabado más vinculadas al olvido que a la memoria, que fue su propósito inicial. Ya han pasado 20 siglos de las pinturas de El Fayum, y ahora a la imagen se le ha adherido el movimiento. Algunos las han empleado para enseñarnos como pasa el tiempo, como en el caso de Carlos Saura o Víctor Erice, respetando y dándole el peso que a la imagen le pertenece. Los restos del pasar recoge este testigo, cuestiona el tiempo y también las imágenes que este hace que desaparezcan, así como las que permanecen al pasar, a lo que podríamos llamar restos.

Luis (Soto) Muñoz, quien exploró la vejez con El cuento del limonero o la juventud en un marco de cine quinqui con Sueños y pan, se une a Alfredo Picazo para hablar sobre los recuerdos de la niñez en Los restos del pasar. Esta docuficción estrenada en el FICX, y galardonada con los premios de Mejor largometraje de Tierres en Trance, mejor montaje y mención especial a película española, se presenta como una de las películas a tener en cuenta este año en el panorama nacional.

En esta historia, que se va entremezclando con el documental, nos vemos guiados por la voz en ‹off› de Antonio, que desde la vejez escribe una carta para recordar su infancia en la semana santa de Baena. En el pasado fue un niño ingenuo y con muchas dudas en torno todo, incluso hacia la religión. Esas dudas le llevan preguntarse si los animales tendrán ángeles de la guarda y decide dibujar un burro de la guarda. Después de fallar en sus intentos, le pide ayuda al pintor del pueblo, Paco Ariza, quien marcará su infancia y le acompañará en un camino de recuerdos durante la película. Para Antonio esa semana santa no es solo una festividad, es el inicio de una vida. La compilación de los primeros recuerdos claros, una gema perdida en la memoria de la niñez, ya que acercarse a la muerte por primera vez te hace entrar en la vida.

La semana santa se retrata desde el terreno documental, mostrándonos los días de oro del pueblo de Baena. Aunque por momentos nos puede recordar a cómo Val del Omar o Ramón Masats retrataban esta España, se aleja mucho de esa concepción, pues no solo nos acerca a las procesiones y a la iglesia desde rincones inaccesibles y ojos inocentes que encuentran allí algo bello y lúgubre, sino también a todos los oficios, personas y manos que la envuelven. Al ritmo del pueblo y de la música, que también nos paraliza con una saeta a mitad de la película. Algo que los que no somos ni baenenses, ni andaluces veríamos como turistas, nos brinda la oportunidad de poder verlo desde el interior, y esa mirilla por la que nos asomamos es rectangular. Por otra parte, también nos aproxima al pintor y escultor, recientemente fallecido, Paco Ariza, quien es una de las figuras más importantes de este pueblo cordobés. Le conocemos desde dentro, desde su casa, donde habla con el niño mientras sus obras pasean por el salón.

Por último, mencionar la fotografía, a cargo de Joaquín García-Riestra, que con el tiempo ha perdido el color y ha ganado en contraste. Ese blanco y negro oscuro y con destellos de luz, que remite al claroscuro de Pedro Costa, es la forma perfecta para retratar este recuerdo grabado, que cuesta que se disipe. Sin olvidar los momentos en los que se adentra en el color para dejarnos ver las pinturas de Ariza y de alguna forma enseñarnos también lo que el tiempo no va a poder hacer desaparecer. Tal vez sean esos los restos del pasar, las obras del pintor y, ahora, la obra de estos dos cineastas baenenses.

Además, la película encontró un efecto en mí que tal vez no buscaba. Días después, inconscientemente la pensaba y volvía a ella recurrentemente. Fue tal la forma de absorberme que, en un mal momento personal, hice una pequeña plegaria juntando, inconscientemente, las manos. Rápidamente, las separé y me empecé a reír, permaneció en mi mente hasta el punto de hipnotizarme y casi hacerme creer que era el niño de la película.

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