Lara (Jan-Ole Gerster)

Dos películas alemanas recientes en este año 2019 parecen tener como origen las mismas preocupaciones latentes por las consecuencias en los individuos de la cultura del esfuerzo —la competitividad, la meritocracia (sic) como juez supremo de nuestras vidas— tan asentada en las actuales sociedades europeas neoliberales. The Audition (Das Vorspiel) de Ina Weisse primero y ahora Lara de Jan-Ole Gerster ambientan sus historias en el contexto académico musical con unas madres extremadamente perfeccionistas y ambiciosas que proyectan sus exigencias y sus frustradas carreras en su entorno y especialmente con sus hijos. En el caso del director de Oh Boy (2012) usa de base un guión de Blaz Kutin sobre una mujer que en el día de su sesenta cumpleaños tiene una cita ineludible con el concierto de su hijo, un ya célebre pianista que por primera vez interpretará una composición original propia. El relato sigue a Lara durante las horas del día, realizando preparaciones, hablando con gente que invita al evento, lidiando con encuentros inesperados y decepciones, enfrentándose a su propio pasado de sueños de grandeza fallidos que ahora puede llegar a satisfacer a través de otra persona. Pero también con el distanciamiento y el desencuentro del que es responsable hacia sus seres queridos o compañeros de trabajo y una necesidad de reconocimiento, de gratitud, insatisfecha.

Su personalidad va envolviendo la cinta progresivamente y es precisamente el estudio de su psicología lo que sirve de motor de la narrativa. Lara resulta enigmática e incomprensible de inicio. Con la perspectiva de la cámara del director siguiéndola de cerca se revela su propia distancia con el resto de personas y hasta con su propia humanidad, que ha dejado de lado por unos estándares que nadie es capaz de alcanzar. Ni siquiera ella misma. Lo inquietante de sus actos y sus interacciones se potencia constantemente con un uso de la banda sonora que en combinación con la propia estética de la protagonista, los planos simétricos generales en la calle y el universo personal que se despliega durante su metraje recuerdan irremediablemente a elementos típicos extraídos de los films de Pedro Almodóvar. El componente melodramático desde la contención (que no frialdad) es importante, pero lo perturbador de sus acciones, muchas veces inexplicables —la posibilidad de que ese desequilibrio que emerge de sus gestos y diálogos pueda llegar a algo más trágico—, también parece deudor de la aproximación hermética de Michael Haneke al thriller y en su tratamiento de personajes.

Un desasosiego constante atraviesa las imágenes desde una composición rigurosa y equilibrada que aprovecha extraordinariamente bien los elementos arquitectónicos urbanos o los espacios interiores. La dinámica maternofilial, de profesor-alumno y de jefe a subordinado laboral se confunden. La fragilidad de las relaciones humanas aparece como nexo de unión de todos los fracasos en las relaciones personales —profundas o efímeras— de Lara que se muestran en pantalla. Las propias convenciones sociales (la mínima educación y tacto en el trato) entran en contradicción permanente con su visión del mundo. Con la visión individualista y de competencia incansable con el otro. La represión sexual sugerida en el personaje se utiliza metafóricamente como expresión simbólica de ese deseo inherente a todos de expresarse uno mismo, sea de la forma que sea, liberándose de las ataduras que impone las imposiciones sociales y de ser visto. Ella, un producto de esta sociedad exigente en la que cualquier defecto, real o inventado, se explota como motivación para diferenciarte del resto en sentido positivo o negativo, no alcanza a entender qué tiene de malo seguir los mismos patrones que le sirvieron para aceptar que no era suficientemente buena en algo que la apasionaba. Y la pasión puede transformarse o disimularse, pero nunca desaparecer.

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