La quietud en la tormenta (Alberto Gastesi)

Si en la reciente —y todavía por llegar— Notas sobre un verano el regreso a la tierra, al hogar y a todos esos lazos afectivos que quedaron atrás y marcados tanto por lo familiar como por las amistades, inducían un espacio desde el que forjar una melancolía imperante, La quietud en la tormenta, debut tras las cámaras de Alberto Gastesi, encuentra en ese retorno algo más que la vuelta sobre un escenario emocional inducido por lo dejado atrás, comprendiendo que en cada pequeña deriva puede cohabitar tanto una nueva oportunidad como un paso en falso que nos lleve a replantearnos —o, cuanto menos, repensar— esos pasos dados en algún momento que han terminado por definir aquello que somos y, en especial, por articular una realidad donde siempre permanecen esas heridas de aquello que bien pudo ser asumido como un error.

No habla, no obstante, La quietud en la tormenta, sobre aciertos ni desaciertos, y es en esa decisión donde es capaz de conjugar una de sus mayores virtudes; y es que al fin y al cabo, cada uno de los personajes centrales que componen este pequeño e íntimo mosaico no son sino un fehaciente reflejo de lo que es la vida, dibujando en cada instante de debilidad, en cada pequeña imperfección advertida en los demás —como ese soberbio diálogo en el cual Vera habla con su compañero de trabajo sobre una incomunicación que, en buena parte, le afecta a ella— y en cada momento de aparente desconcierto por no saber si está uno en el lugar idóneo —algo que el cineasta perfila a la perfección en esa cena donde Lara y Telmo parecen fuera de lugar— un marco desde el que comprender, ante todo, que nos encontramos con una historia donde no cabe idealización, pero no todo es cruda realidad: hay un lugar intermedio en el cual la armonía se mezcla con una desazón asumible pero no necesariamente palpable en toda circunstancia.

La quietud de la tormenta destaca, pues, como un retrato donde aquellos defectos y desatinos que nos atañen no son sino parte de nuestro ser, de un camino recorrido que, no por imperfecto, deja de hallar pequeños estímulos y recovecos desde los que continuar otorgando sentido a cada uno de esos pasos donde tropezar es algo que forma parte del camino. Un camino que Gastesi define mediante diálogos tan inmersivos como sugerentes, fruto de una escritura que se alza como uno de los puntos fuertes del film, además de a través de ‹flashbacks› que no solo otorgan un sentido específico al relato, además deslizan en una certera conversa —esa que Lara y Daniel tienen cerca de un mirador— lo volátil de un trayecto que parece difuminarse casi sin quererlo, algo que revela asimismo ese último encuentro dispuesto, como no podría ser de otro modo, bajo la presencia de una imponente tormenta.

Es en esa penúltima secuencia donde La quietud en la tormenta no sólo delinea con un trazo y sensibilidad admirables el punto final de un relato, ante todo, tangible, sino que además establece un tan extraño como fascinante contoneo en torno a una historia —el pasado, ese que es introducido mediante pequeños retales— que parece diluirse como la propia tormenta cuando llega esa quietud a la que alude el título: como si todo pudiese formar parte de un espejismo tan definitorio como a fin de cuentas doloroso. Un dolor que, sin embargo, el cineasta elude omitiendo cualquier mecanismo dramático posible y dejando que cada palabra se adueñe de un contexto que poco más precisa, pues no son sino esas palabras las capaces de dilucidar un espacio afectivo en el que no hay retorno, más bien una asunción en la que radica tanto el sino como la belleza de una crónica donde no hay huellas del pasado a enmendar, sino movimientos destinados a comprender quiénes somos (y por qué) y a intentar discernir una senda sin la que sería imposible comprender nuestra auténtica esencia.

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